Jaime Pastor || Viento Sur
Desde que la irrupción del 15M abrió un nuevo ciclo de movilización y repolitización ciudadana, se ha ido extendiendo cada vez con mayor fuerza el diagnóstico de que lo que se ha dado en llamar la Cultura de la Transición –que la izquierda alternativa criticamos desde sus inicios por basarse en la “fabricación” de “demócratas cínicos”- ha entrado en profunda crisis.
En efecto, a medida que los daños provocados por el austericidio en la eurozona, y en particular en sus países periféricos del sur, se han ido combinando con los derivados de un régimen corrupto en crisis, el agravio comparativo creciente de una mayoría social más empobrecida frente a una minoría que sale más enriquecida se ha ido extendiendo de forma acelerada. Afortunadamente y a diferencia de otros lugares, una vez constatados los límites de la movilización social para romper con el bloqueo institucional, la indignación ciudadana ante “políticos y banqueros” se ha visto seguida por un mayor interés por la Política e incluso por diversos ensayos de traducción de la protesta al plano electoral. Sin duda, desde la campaña de las elecciones europeas, Podemos ha sido el principal catalizador de ese proceso hasta el punto de desestabilizar el sistema de partidos y convertirse en potencial alternativa de gobierno.
Son esas mismas expectativas de éxito las que ahora plantean un reto que no es tan nuevo en nuestra historia. Nos encontramos con que la centralidad que en el próximo año van a tener las sucesivas convocatorias electorales nos recuerda el período que vivimos durante el ciclo de movilización que se desarrolló bajo el tardofranquismo, aun con todas las diferencias del tiempo mundial y del contexto dictatorial de entonces.
Comparto la tesis de que hay que aprovechar con toda la audacia necesaria la actual ventana de oportunidad que ofrece la crisis del régimen para demostrar que “hay que echarles” y son posibles alternativas frente al austericidio y el despotismo de mercado. Empero, si queremos evitar que en el futuro se produzca un brusco desplazamiento desde la vocación rupturista hacia la mera reforma del régimen actual, utilizando como coartada una lectura estática e interesada de “la relación de fuerzas”, no podemos caer, con mayor razón que entonces, en la ilusión electoralista.
Sin una combinación del frente electoral y discursivo con el del empoderamiento popular y, por tanto, sin la construcción de un bloque social capaz de ocupar el centro del tablero, no será posible impedir que una hipotética victoria electoral se vea seguida por una pronta frustración popular. Con mayor motivo cuando hoy la prueba de fuerzas se plantea más allá de la escala estatal. Por eso en los próximos meses habrá que seguir muy de cerca el devenir de los acontecimientos en Grecia, primer ensayo –o no- de inicio de un nuevo ciclo dentro de la eurozona.
Es precisamente aquí donde entran las dudas e incógnitas que está provocando la evolución de Podemos. Porque si por un lado su propia condición de “outsider” del sistema, pese a la moderación previsible de sus propuestas, supone un desafío radical a “la casta” gobernante y a los poderes fácticos de aquí y de fuera, por otro, el modelo de organización y de liderazgo adoptado no sirve para hacer frente a todas esas fuerzas si realmente aspira a cambiar de política y promover una ruptura constituyente. ¿Por qué? Porque ese modelo puede acabar conduciendo más a un nuevo tipo de “partido de notables”, esta vez mediático, que a un partido de masas activo y convergente con otras iniciativas sociales y políticas, herramientas necesarias para que la relación de fuerzas actual sea efectivamente cambiada a favor de los y las de abajo.
Se argumenta desde quienes propugnan o apoyan ese tipo de partido que esta nueva cultura de la delegación en unos “notables” es la única manera de “ganar” en las próximas confrontaciones electorales. Lo que es peor, muchas veces se pretende descalificar a la izquierda radical que se opuso y sobrevivió al “consenso” de la Transición, acusándola de haberse movido siempre en una “cultura de perdedores, de la derrota”, haciendo una lectura selectiva e interesada de todo el largo período transcurrido desde finales de los años 70 del pasado siglo y de nuestros, eso sí, diferentes discursos y prácticas.
No viene mal recordar que ciclos políticos como el que vivimos entre el año 83 y el 86 en torno al referéndum de la OTAN o el que transcurrió desde finales del 87 al 93, fueron por el contrario períodos en los cuales no fue, desde luego, la cultura de la derrota la que predominó sino la de una repolitización esperanzadora, si bien en un marco de consolidación del régimen, de auge de la Europa neoliberal y de pérdida de centralidad del movimiento obrero que impidieron su culminación en victorias significativas. Por eso sí cabría hablar de culturas de la resistencia –y esto en particular con especial fuerza, con todas sus contradicciones, en el caso vasco- pero no, desde luego, de que nos instaláramos en la estética de la derrota o en la renuncia a dirigirnos a las mayorías sociales a lo largo de las sucesivas batallas en las que estuvimos inmersos. El problema estuvo en que el salto de la resistencia a la ruptura no llegó a ponerse de actualidad hasta ahora.
La gran diferencia entre aquellos momentos y el actual es, precisamente, que nunca como ahora se había producido esa combinación de crisis de legitimidades –de la eurozona y del régimen- que estamos viviendo. Pero eso no debería llevarnos a dar un giro de 180 grados. Debemos apostar, sí, por “ganar” hoy pero no por forjar una “cultura de ganadores” y creer que solo Podemos y su fuerza electoral van a poder crear las condiciones para una ruptura constituyente. Tampoco parece que, puestos a recurrir a la movilización, sean las más convenientes iniciativas como la del 31 de enero, aun deseándole todo el éxito posible. Salvo que haya un cambio de orientación, existe el riesgo de que esta movilización sea percibida como un intento de ignorar no solo a los colectivos más activistas sino también al amplio ecosistema social, político y cultural que se ha ido forjando, procedente tanto de las viejas resistencias como de las surgidas dentro del nuevo y rico espacio público creado desde el 15M de 2011.
Sería mejor, por tanto, aspirar a construir un partido-movimiento dispuesto a “ganar” en lo electoral pero, a la vez, consciente de que no bastará su anclaje virtual en las redes sociales mediante un liderazgo plebiscitario y los “mejores expertos” para hacer frente a la enorme y brutal contraofensiva con la que se encontraría en el caso de que su victoria fuera efectiva. Para ese hipotético momento hay que prepararse ya desde ahora, sin prepotencia y con voluntad de confluencia. Tanto mediante la participación generosa en iniciativas como Ganemos Madrid como a través del apoyo a las nuevas formas de sindicalismo social y participativo, como las Marchas de la Dignidad y otras que sin duda irán surgiendo en el próximo año.
Es cierto que hoy las expectativas de la gente decente e indignada están centradas en el plano electoral, pero debemos insistir en que sin una viva cultura de la movilización que las acompañe difícilmente se podrá hacer retroceder a los de arriba “el día después”. Todavía estamos a tiempo.
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y editor de VIENTO SUR
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