Esther Vivas
Hay vida bajo el asfalto, aunque, a veces, parezca mentira. Los huertos urbanos, que proliferan día a día en nuestros barrios y ciudades, así nos lo demuestran. Un ejemplo más de la voluntad de reconstruir los vínculos entre el campo y la ciudad, la naturaleza y las personas, ante un urbanismo que nos fragmenta y aísla.
Los huertos urbanos, sin embargo, no son algo nuevo. Nuestras abuelas y abuelos, llegados del campo, trabajaban a menudo su pedazo de tierra en las ciudades en el posfranquismo. No lo llamaban “huerto urbano”, pero la función, salvando las distancias, de alimentarnos de lo que nos da la tierra era la misma. Hoy, años después, estas experiencias han tomado, de nuevo, fuerza y, a caballo entre la moda y una opción de vida, se hacen un hueco entre el cemento de los municipios.
Hay diferentes tipos de huertos urbanos, desde los espacios que una institución, pública o privada, cede o alquila al vecindario, pasando por solares abandonados y ocupados para darles una función social, hasta iniciativas de huerta en las escuelas o experiencias individuales como los huertos en casa o en el balcón. Todas tienen en común la voluntad de reapropiarnos de lo que comemos, de trabajar la tierra, el contacto con la naturaleza.
Ante la irracionalidad de un sistema agrícola y alimentario que abandona el saber campesino, que termina con la diversidad alimentaria, que nos ofrece productos kilométricos, de la otra punta del mundo cuando estos pueden también cultivarse aquí, los huertos urbanos nos demuestran que hay alternativas. Y nos enseñan de dónde viene lo que comemos, aprendemos a valorarlo y redescubrimos que formamos parte indisociable del ecosistema.
Ganar terreno al asfalto, confrontar la lógica urbanístico-depredadora en las ciudades, y crear marcos nuevos de socialización es otro de los elementos claves. La resistencia y la explosión de la creatividad social se expresa también en solares ocupados que han transformado abandono y suciedad en fuente de vida. Hortalizas y plantas que crecen donde antes había escombros, de la mano de un vecindario que se encuentra y que construye espacios comunitarios y de apoyo mutuo. El movimiento del 15-M ha dado lugar y ha reforzado estas experiencias en algunos municipios, en la búsqueda de alternativas prácticas y cotidianas.
La crisis económica y social da funciones nuevas a estas iniciativas como fuente de recursos alimentarios. Sin trabajo, sin casa y, cada vez más, sin comida. Los huertos urbanos tienen, así, una funcionalidad práctica: la de proveer de alimentos a los que no tienen capacidad de adquirirlos, y devolver la dignidad a los que menos tienen.
Experiencias a contracorriente, laboratorios en resistencia, que, de manera imprescindible, no sólo cuestionan un modelo determinado de ciudad y de sistema agrícola y alimentario, sino también el patrón que los sostiene, el capitalismo, que hace de donde vivimos lugares inhabitables y de lo que comemos alimentos insalubres. No se trata sólo de trabajar la tierra y de crear jardines y huertos urbanos, sino de generar una dinámica de fondo, de trabar alianzas con otros movimientos sociales, de plantear cambios políticos y de dar, definitivamente, una vuelta a este sistema insostenible.
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*Artículo publicado originalmente en catalán en http://www.etselquemenges.cat, 18/07/2013.
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