David G. Marcos - Diagonal
Algunas de las experiencias sobrevenidas a lo largo de los últimos meses sitúan, de nuevo, la cuestión antifascista como uno de los ejes principales sobre los que articular la intervención de las organizaciones de izquierda, junto a los movimientos sociales. Si bien es cierto que la actividad del sector ultraderechista no ha cesado en ningún momento –a pesar de largos periodos de reflujo–, nos encontramos ante un fortalecimiento y recrudecimiento de tales prácticas. Podemos tantear la existencia de un amplio sustrato, esencialmente heterogéneo, en el seno de la ultraderecha contemporánea. Desde la patologización de Breivik en el atentado de Oslo hasta el asesinato del cantante de hip hop Pavlos Fyssas a manos de militantes de Amanecer Dorado, los capítulos de odio y exclusión se precipitan cada vez con más frecuencia sobre la arena política. En el Estado español hemos sido testigos de algunos episodios de este tipo que nos confirman que no se pueden catalogar como incidentes aislados: la vertebración de la organización pseudosindical Respuesta Estudiantil, la reciente agresión en el centro cultural Blanquerna de Madrid el 11 de septiembre, los actos de solidaridad con el asesino de Clément en Sevilla, etc.
En la mayoría de ocasiones, los incidentes encabezados por la extrema derecha son presentados por la prensa como prácticas aisladas cuyo análisis no va más allá de reyertas callejeras o de grupúsculos minoritarios –incluso individuales– carentes de afiliación política real. Pero es necesario atravesar la vitrina superficial y compartimentada. Si peligroso es el retorno de un actor como representa la extrema derecha en el panorama sociopolítico actual, todavía puede serlo más el hecho de no saber la forma de abordar el análisis en torno a su naturaleza, discurso y funcionamiento. Por desgracia, se ha instalado un cierto simplismo político alrededor de la concepción del fascismo, utilizándolo a menudo como arma arrojadiza frente a cualquier comportamiento de intolerancia o política de obstinación por parte de la derecha. Tendríamos que evitar toda tentativa de naturalizar el concepto de ‘fascista’. Es fundamental no caer en la banalización de que toda opción reaccionaria es fascismo.
Las múltiples caras adoptadas por parte de la ultraderecha en el Estado español nos advierten de la enredada radiografía contra la que nos enfrentamos. Por un lado, en continuidad a la disolución de Fuerza Nueva en 1982, advertimos a los nostálgicos, de genética franquista, que recogen todavía ciertas líneas discursivas del nacional-catolicismo. En esta superficie encuadramos a una parte del pensamiento que delimita la propaganda de Intereconomía, el sindicato Manos Limpias o el partido Alternativa Española, que mantiene como presidente honorífico a Blas Piñar. Existe otra área que pretende reinventar el pensamiento de la derecha radical a través del populismo identitario. Éste refunda su discurso enlazándolo con problemáticas actuales que amplían su contenido. Este movimiento arengador y ‘atrapalotodo’ converge con la figura de Josep Anglada en Plataforma per Catalunya, José Luis Roberto en España 2000 o Democracia Nacional, en retroceso desde el asesinato de Carlos Palomino en 2007. Este segundo grupo entronca con la experiencia del Frente Nacional francés, con elementos de reinvención en las formas, xenofobia como discurso y permeabilidad socio-electoral en ocasiones puntuales, para nada desdeñables. En tercer lugar, una corriente radical autoproclamada como nacional-revolucionaria se desarrolla como impulsor del trabajo en la calle, con iniciativas clásicas que amplían su influencia social percutiendo en la desgastada población con transversalidad y ambivalencia. El principal grupo en este espectro es el Movimiento Social Republicano (MSR), protagonista en diversos episodios de confrontación a lo largo de las últimas semanas.
No es fácil adaptar estos análisis a la realidad militante. En este sentido, el tiempo de las tribus urbanas carece ya de validez; su contribución a la derrota de la extrema derecha ha pasado de puntual y efímera a contraproducente. El manifiesto antifascista europeo apunta la necesidad de plantear las bases de un movimiento social dotado de estructuras con actividad cotidiana, que penetre en toda la sociedad.
Construir antifascismo pasa por acumular voluntades y llevar a cabo iniciativas desde la izquierda en aras de ocupar los recovecos populistas de la derecha radical. En la verdadera acción antifascista nos dirigimos a las masas, para que la historia no vuelva a repetirse. En la confluencia de fuerzas necesaria para llevar a cabo este movimiento sólo caben vectores diametralmente opuestos a la extrema derecha: solidaridad, tolerancia, fraternidad, democracia, pluralidad e internacionalismo.
David G. Marcos. activista estudiantil y militante de Izquierda Anticapitalista
http://www.diagonalperiodico.net/li...
Algunas de las experiencias sobrevenidas a lo largo de los últimos meses sitúan, de nuevo, la cuestión antifascista como uno de los ejes principales sobre los que articular la intervención de las organizaciones de izquierda, junto a los movimientos sociales. Si bien es cierto que la actividad del sector ultraderechista no ha cesado en ningún momento –a pesar de largos periodos de reflujo–, nos encontramos ante un fortalecimiento y recrudecimiento de tales prácticas. Podemos tantear la existencia de un amplio sustrato, esencialmente heterogéneo, en el seno de la ultraderecha contemporánea. Desde la patologización de Breivik en el atentado de Oslo hasta el asesinato del cantante de hip hop Pavlos Fyssas a manos de militantes de Amanecer Dorado, los capítulos de odio y exclusión se precipitan cada vez con más frecuencia sobre la arena política. En el Estado español hemos sido testigos de algunos episodios de este tipo que nos confirman que no se pueden catalogar como incidentes aislados: la vertebración de la organización pseudosindical Respuesta Estudiantil, la reciente agresión en el centro cultural Blanquerna de Madrid el 11 de septiembre, los actos de solidaridad con el asesino de Clément en Sevilla, etc.
En la mayoría de ocasiones, los incidentes encabezados por la extrema derecha son presentados por la prensa como prácticas aisladas cuyo análisis no va más allá de reyertas callejeras o de grupúsculos minoritarios –incluso individuales– carentes de afiliación política real. Pero es necesario atravesar la vitrina superficial y compartimentada. Si peligroso es el retorno de un actor como representa la extrema derecha en el panorama sociopolítico actual, todavía puede serlo más el hecho de no saber la forma de abordar el análisis en torno a su naturaleza, discurso y funcionamiento. Por desgracia, se ha instalado un cierto simplismo político alrededor de la concepción del fascismo, utilizándolo a menudo como arma arrojadiza frente a cualquier comportamiento de intolerancia o política de obstinación por parte de la derecha. Tendríamos que evitar toda tentativa de naturalizar el concepto de ‘fascista’. Es fundamental no caer en la banalización de que toda opción reaccionaria es fascismo.
Las múltiples caras adoptadas por parte de la ultraderecha en el Estado español nos advierten de la enredada radiografía contra la que nos enfrentamos. Por un lado, en continuidad a la disolución de Fuerza Nueva en 1982, advertimos a los nostálgicos, de genética franquista, que recogen todavía ciertas líneas discursivas del nacional-catolicismo. En esta superficie encuadramos a una parte del pensamiento que delimita la propaganda de Intereconomía, el sindicato Manos Limpias o el partido Alternativa Española, que mantiene como presidente honorífico a Blas Piñar. Existe otra área que pretende reinventar el pensamiento de la derecha radical a través del populismo identitario. Éste refunda su discurso enlazándolo con problemáticas actuales que amplían su contenido. Este movimiento arengador y ‘atrapalotodo’ converge con la figura de Josep Anglada en Plataforma per Catalunya, José Luis Roberto en España 2000 o Democracia Nacional, en retroceso desde el asesinato de Carlos Palomino en 2007. Este segundo grupo entronca con la experiencia del Frente Nacional francés, con elementos de reinvención en las formas, xenofobia como discurso y permeabilidad socio-electoral en ocasiones puntuales, para nada desdeñables. En tercer lugar, una corriente radical autoproclamada como nacional-revolucionaria se desarrolla como impulsor del trabajo en la calle, con iniciativas clásicas que amplían su influencia social percutiendo en la desgastada población con transversalidad y ambivalencia. El principal grupo en este espectro es el Movimiento Social Republicano (MSR), protagonista en diversos episodios de confrontación a lo largo de las últimas semanas.
No es fácil adaptar estos análisis a la realidad militante. En este sentido, el tiempo de las tribus urbanas carece ya de validez; su contribución a la derrota de la extrema derecha ha pasado de puntual y efímera a contraproducente. El manifiesto antifascista europeo apunta la necesidad de plantear las bases de un movimiento social dotado de estructuras con actividad cotidiana, que penetre en toda la sociedad.
Construir antifascismo pasa por acumular voluntades y llevar a cabo iniciativas desde la izquierda en aras de ocupar los recovecos populistas de la derecha radical. En la verdadera acción antifascista nos dirigimos a las masas, para que la historia no vuelva a repetirse. En la confluencia de fuerzas necesaria para llevar a cabo este movimiento sólo caben vectores diametralmente opuestos a la extrema derecha: solidaridad, tolerancia, fraternidad, democracia, pluralidad e internacionalismo.
David G. Marcos. activista estudiantil y militante de Izquierda Anticapitalista
http://www.diagonalperiodico.net/li...
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