En los últimos tiempos parece estar produciéndose un cambio de actitud respecto al uso de la fuerza en la movilización social, sobre todo después de episodios como la resistencia activa en Gamonal o la respuesta a las agresiones policiales en las Marchas de las Dignidad y en las protestas estudiantiles de los días posteriores. Lejos quedan las manos en alto del 15M. Hay un evidente desengaño: percibimos que el poder político no se siente deslegitimado por la protesta pacífica, por muy mayoritaria que sea.
El talante de Rajoy expresa a la perfección la insensibilidad del Gobierno hacia la realidad y el enquistamiento en el discurso institucional parapetado en una mayoría parlamentaria que ni de lejos representa a la mayoría social. La protesta pacífica se ignora, le resbala al poder. Y cuando no hay oídos que escuchen, las movilizaciones, debidamente autorizadas y encauzadas en tiempo y forma en el marco legal, no sólo apenas obtienen algún resultado sino que van incrementando un poso de frustración que visiblemente está colmando la paciencia de la gente.
En los últimos tiempos las exiguas victorias ciudadanas han llegado por dos vías: bien por el lado judicial, como en la paralización de la privatización de la sanidad madrileña, bien por una resistencia activa en la calle, como en Gamonal. A la par, desde los medios de masas se trata de deslegitimar estos actos de resistencia metiéndolos en el comodín del radicalismo y el terrorismo (aunque se ensalcen como heroicos en otros países cuando conviene a ciertos intereses geoestratégicos).
El discurso políticamente correcto de la no violencia como principio indiscutible es excesivamente simple y fácil, y por tanto, sospechoso. Máxime cuando se promueve desde el poder como dogma indiscutible. Es evidente que tener que recurrir a la violencia es la consecuencia de un fracaso de la comunicación humana de más nivel, basada en la argumentación. También hay que considerar que el derecho individual al uso de la fuerza bruta como medio de defensa está delegado en el Estado, al que facultamos para usarlo en virtud de un contrato social de convivencia comunitaria. ¿Pero qué pasa cuando la legitimidad del Estado desaparece? ¿Podemos descalificar de un plumazo el levantamiento en armas de la población en 1936 en contra del golpe militar porque era violento?
Estudiosos de la historia como Luciano Canfora denuncia que la democracia en occidente se ha reducido al cadáver de una estructura cuya función es dar la apariencia de que existe una soberanía popular. El poder real, ejercido por los grandes conglomerados económicos transnacionales, necesita apoyarse en estas democracias formales para mantener la paz social. Los lacayos del poder, a cambio, reciben prebendas, protección judicial, un sueldo disuasorio, y para los más ilustres, un sillón en algún consejo de administración de alguna de estas megaempresas, lo que equivale en estos tiempos a la culminación de una carrera política de éxito.
El sistemas parlamentario español se ha blindado (física y jurídicamente). Hay una evidente quiebra de la legitimidad del poder político, que hace aguas por doquier. El sistema electoral y la circunscripción por provincias hace que la distribución parlamentaria de las fuerzas políticas sea un enorme despropósito. El bipartido en el poder no hace ni amagos de cambiar esta situación. Y es evidente que cuando existen medios más que suficientes para que la soberanía popular se pueda expresar en tiempo real sobre cualquier asunto, no querer articular los medios para pueda ejercerse esta democracia directa es como un golpe de estado con sordina. La negación del derecho a decidir de cualquier comunidad es intolerable para cualquier sistema autodenominado como democrático. Sólo estas razones son suficientes para declarar que vivimos en una partitocracia plutocrática donde el poder no lo ostenta el pueblo. Las represiones violentas de las fuerzas del orden no pueden ya entenderse como legitimadas por un contrato social constitucional, sino como pura represión que ejerce la oligarquía para mantenerse en el poder, en una especie de despotismo iletrado en el que nos hemos instalado.
Amnistía Internacional ha expresado en su último informe su preocupación por el aumento de la represión en el Reino de España. No sólo los derechos laborales y las prestaciones sanitarias o educativas están en declive, sino que la futura ley mordaza y las actuales prácticas de la Policía y la Guardia Civil se parecen cada vez más a las propias de una dictadura con apariencia de democracia.
Los cuerpos policiales tienen aquí un papel no menor. Su actitud en las situaciones de excepción es capital en la resolución de estas tensiones, y va a hacer que sea la argumentación racional o la fuerza bruta la que restablezca un nuevo equilibrio. Cuando se llega a una situación insostenible el poder popular se libera, y sus resultados son inciertos. Como vemos en conflictos actuales en las dos orillas del Mediterráneo, a menudo hay sectores de la derecha que son capaces de canalizar este descontento con banderas nacionalistas o religiosas, y el primer momento revolucionario de liberación puede desembocar fácilmente en la instauración de nuevas oligarquías. El nivel de conciencia del pueblo como clase obrera es determinante en el futuro de nuestra comunidad.
En el mosaico de grupos y reivindicaciones del 22M hubo dos elementos que claramente unificaron la enorme protesta: la bandera republicana y la "lucha obrera". Es nuestra responsabilidad como pueblo construir desde ya la imagen de futuro de una república donde se restaure la soberanía popular con los valores y las posibilidades del presente. Pero es responsabilidad del poder que la salida del túnel sin salida en el que estamos se logre con un taladro bien dirigido o con dinamita.
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