Por Ignacio Iglesias
[Este texto fue escrito en 1985, con motivo del 50 aniversario de la fundación del POUM]
No estará de más, antes de referirnos a la creación del POUM en aquel ya un poco lejano 29 de septiembre de 1935, hace pues justamente cincuenta años [al escribir el texto], echar una breve ojeada a la situación del movimiento obrero español, mejor dicho, a las organizaciones sindicales y políticas que lo representaban, en el momento de la proclamación de la República, en abril de 1931, fecha que señala grosso modo el inicio del proceso revolucionario, que con distintos altibajos habría de abocar a la guerra civil y al establecimiento de la dictadura franquista.
Algunos antecedentes
El movimiento sindical estaba entonces representado por la CNT y la UGT; la primera dirigida por los anarcosindicalistas y la segunda dominada por los socialistas. La CNT, que en 1919, cuando celebró el llamado Congreso de la Comedia -nombre éste último de un teatro madrileño-, contaba con unos 800.000 afiliados, se vio a continuación seriamente quebrantada a causa de la represión gubernamental y del pistolerismo alimentado por la patronal catalana, de modo y manera que cuando se produjo, en septiembre de 1924, el pronunciamiento del general Primo le Rivera, la central anarcosindicalista se hallaba casi exangüe. Desapareció prácticamente durante los años que duró la dictadura militar primorriverista, pero en vísperas de la implantación de la República surgió, como el ave Fénix de sus cenizas, con más vigor que nunca. En mayo de 1931, ya tenía más de 500.000 afiliados y un par de años después superaba el millón.
La UGT, que no sufrió la menor persecución en la etapa de la dictadura del general Primo de Rivera, al igual que el Partido Socialista, pudo ir extendiendo su influencia, pasando de 200.000 militantes en 1920 a 300.000 en 1930 y a más de un millón en 1932, de los cuales unos 150.000 pertenecían a la Federación de Trabajadores de la Tierra. Ambas organizaciones eran, pues, en el momento de proclamarse la República, las principales fuerzas del movimiento obrero español, a las que seguían en importancia el Partido Socialista, el cual había restañado las heridas que sufrió en 1921, en el momento de la escisión comunista. El Partido Socialista ofreció al primer Gobierno republicano tres de sus dirigentes, que pasaron a ocupar otros tantos ministerios -Trabajo, Hacienda y Justicia-, amén de otros importantes cargos ministeriales. La UGT, por su parte, se cuidó de oponerse a cualquier movimiento huelguístico, en nombre de la necesaria consolidación de la República. Por tanto, puede afirmarse que la base principal del nuevo régimen estaba constituida por los socialistas.
Para completar el cuadro que en 1931 presentaba el movimiento obrero español, cabe referirse al Partido Comunista. El pequeño sector que se separó de las Juventudes Socialistas en abril de 1920 y la minoría que rompiera con el Partido Socialista un año después -unificados luego por imposición de Moscú-, lo hicieron cegados por los resplandores de la revolución rusa de 1917, dispuestos desde el primer instante a acatar ciegamente, servilmente, las órdenes de la Internacional Comunista. Por este y otros motivos más, el Partido Comunista no pasó de ser en España un grupo exótico, sin la menor influencia real sobre la clase trabajadora del país. Incluso la proclamación de la República los pilló de sorpresa, pues no en vano el principal delegado de Moscú, que residía en Barcelona, el suizo Humbert-Droz, informaba en marzo de 1931 que las ilusiones republicanas se disipaban, mientras uno de los gerifaltes de la III Internacional, el inefable Manuilski, escribía poco antes que una huelga parcial en cualquier país ofrecía “mayor importancia para la clase obrera internacional que ese género de revolución a la española”.
Por si fuera poco, el comunismo español, numéricamente de escasa importancia al iniciar su andadura el proceso revolucionario, Estaba formado por un conjunto de pequeños grupos. Tres de ellos, los más definidos, eran el Partido Comunista Oficial -como decían entonces todos los oposicionistas-, la Federación Catalano-Balear, convertida más tarde en Bloque Obrero y Campesino, y la Oposición Comunista Española, que a partir de marzo de 1932 pasó a denominarse Izquierda Comunista. Ni que decir tiene que para los dirigentes del Partido Comunista, principalmente, los otros dos grupos -el Bloque y la Izquierda- estaban integrados por “traidores y contrarrevolucionarios”, a los que negaban el pan y la sal en nombre del marxismo-leninismo, cumpliendo así uno de los más imperiosos mandatos de Moscú, preocupada la dirección de la III Internacional en mantener la más pura ortodoxia estalinista.
No obstante las profundas divergencias de orden político existentes entre estas tres organizaciones, acompañadas inexorablemente -ya dice el proverbio que no hay peor cuña que la de la misma madera- de criticas, dicterios y excomuniones en nombre de los más caros principios, podía percibirse un soterrado hilo que al cabo de cuentas los unía, incluso contra su propio deseo. Expliquémonos: el Partido Comunista se hallaba totalmente enfeudado a la III Internacional, cuya política aplicaba en España con la máxima docilidad; el Bloque Obrero y Campesino –así como su alter ego de entonces, la Federación Comunista Catalano-Balear- atacaba al grupo dirigente del Partido Comunista Oficial, pero conservaba su confianza en Moscú; y la Izquierda Comunista, denominada entonces Oposición, consideraba que tanto la política del Partido Comunista como la de la III Internacional eran totalmente erróneas, pero se empeñaba en ser sólo simple oposición, una tendencia en el seno de ambos organismos, puesto que consideraba al Partido Comunista como su partido y a la Internacional Comunista como su Internacional. Esta situación de veras paradójica duró al menos un año, hasta que el Bloque perdió sus ilusiones respecto a la III Internacional y la Oposición dejó de ser simple oponente para convertirse en Izquierda Comunista, es decir, de hecho en un nuevo partido.
El Bloque y la Izquierda Comunista
Durante tres o cuatro años, el Bloque Obrero y Campesino y la Izquierda Comunista, aun coincidiendo en sus criticas respecto a la desfasada y ultra izquierdista política del Partido Comunista -recuérdese que el 14 de abril de 1931 sus militantes se manifestaron en las calles de Madrid a los gritos insólitos de “¡Abajo la República!” y “¡Vivan los soviets!”- discreparon y hasta polemizaron a veces ásperamente. Tal vez uno de los motivos principales de sus discrepancias fue la cuestión nacional. El Bloque, por ejemplo, pretendía que la clase obrera hiciese suyo el movimiento nacionalista e, incluso deseaba extenderlo, además de Cataluña y Vasconia -como se decía y escribía en aquel entonces-, a Galicia, Andalucía, Aragón, Murcia, etc., para así, según afirmaba a los cuatro vientos, debilitar y acabar arrumbando al Estado español, considerado como un Estado opresor, unitario, completamente reaccionario. La Izquierda Comunista, en cambio, estimaba que avivar el problema nacional en todas las regiones españolas, aunque en la mayor parte de ellas no existiese el menor sentimiento nacionalista, resultaba no sólo artificial en grado sumo, sino que respondía a un mero afán de izquierdismo pequeño-burgués.
Un año más tarde, el Bloque atenuó un poco sus posiciones sobre la cuestión nacional. Maurín había afirmado, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, en junio de 1931: "Somos separatistas”. Y un mes después, en La Batalla, escribió: “Al mismo tiempo que la separación de Cataluña, queremos la de Vasconia, Galicia, Aragón, Castilla, etc.. Sin embargo, en marzo de 1932 su portavoz publicó la tesis sobre la cuestión nacional, aprobada luego en el Congreso que celebró el Bloque, en la que puede leerse: “El espíritu asimilista del imperialismo castellano no consiguió vencer la personalidad de las naciones de la periferia: Cataluña, Galicia, Vasconia. Las demás comarcas peninsulares -Portugal aparte-, si bien no se han refundido totalmente al embate del imperialismo castellano, su personalidad no se ha destacado con bastante empaje y viven faltas de vigor, sin reivindicar aún como Cataluña y Vasconia el derecho a la propia personalidad." Como puede colegirse, el lenguaje ya no era el mismo, lo que evidenciaba unas posiciones menos tajantes.
También la Izquierda Comunista cambió lo suyo respecto al problema nacional. En junio de 1931, en una de sus tesis se decía: “En el caso concreto de España, los comunistas sostendrán el derecho de Cataluña y Vizcaya a darse la constitución política que los plazca”. Mas en marzo de 1932, diez meses escasos después, el análisis ya es otro:. “¿Puede acaso un comunista situarse del mismo modo ante el problema vasco que ante el catalán? Puede decirse rotundamente que no. Todo lo que tiene de revolucionario y progresivo el movimiento catalán, tiene de reaccionario y atrasado el movimiento vasco. Los comunistas, ante el significado tan distinto de estos dos problemas, no podemos pronunciarnos del mismo modo ante el uno y ante el otro. El problema catalán debemos admitirlo como un factor revolucionario y hasta cierto modo debemos impulsarlo; pero ante el hecho nacional vasco hemos de adoptar una actitud totalmente opuesta”. Y nuevo cambio un año y medio más tarde, cuando Andrés Nin escribe en la revista Leviatán: “Existen en España dos movimientos de emancipación nacional de vitalidad indudable: el de Cataluña y el de Euzkadi. El de Galicia, por el momento, no es más que un balbuceo regionalista, falto del calor de las grandes masas y refugiado, por ello en los cenáculos literarios y en las Academias”. A partir de entonces, sobre todo desde que comenzó a ocuparse en Comunismo –órgano teórico de la Izquierda Comunista- de la cuestión nacionalista en Euzkadi el bilbaíno José Luis Arenillas-fusilado por los franquistas-, se dejó de establecer diferencia entre ambos problemas.
Cual puede comprobarse, las posiciones del Bloque y de la Izquierda Comunista respecto al problema de las nacionalidades en el Estado español se fueron paulatinamente aproximando. Lo mismo ocurrió respecto a otras cuestiones de índole política. Pero al mismo tiempo se profundizaron las diferencias entre Trotsky y los trotskistas españoles. Estos no estaban dispuestos a mantener una actitud beata y a aceptar, de buenas a primeras, sin discusión alguna los ukases de Trotsky, que trataba de imponer sus puntos de vista en todos los problemas de la oposición internacional, roída además por los conflictos internos permanentes, con la consiguiente secuela de excomuniones y expulsiones. Sobre la Izquierda Comunista llovieron las criticas de Trotsky, del Secretariado internacional y de las distintas secciones nacionales de la organización Trotskysta. La polémica fue casi permanente durante todo el año 1933 y parte de 1934. Todavía se agudizaron las discrepancias al decidir Trotsky y sus acólitos que todas las secciones de la oposición internacional ingresaran en los distintos partidos socialistas, a lo cual la Izquierda Comunista se opuso terminantemente. Por último, en septiembre de 1934, en un editoria1 de su revista Comunismo, afirmó: “Por triste y penoso que nos resulte, estamos dispuestos a mantenernos en estas posiciones de principio que hemos aprendido de nuestro jefe (Trotsky), aun a riesgo de tener que andar nuestro camino hacia el triunfo separados de él “.
Era el inicio de la ruptura definitiva. A partir de entonces, Trotsky abrió la caja de los truenos y se dedicó a atacar virulentamente a la Izquierda Comunista en general y en particular a dos de sus figuras más sobresalientes: Andrés Nin y Juan Andrade. Participaron en esa campaña de denigración los componentes del Secretariado Internacional, supuesto órgano director de la oposición Trotskysta, cuya única misión no era otra que repetir y ampliar las decisiones de Trotsky. No estará de mas señalar que entre los integrantes de ese Secretariado figuraba el italiano Leonetti -que se ocupaba de los asuntos españoles-, alias Martín, alias Feroci, alias Akros, alias Suzo, alias Guido Saracena, que cambiaba de nombre como de camisa, sin duda para darse a sí mismo un aire más bolchevique; después de haberse despachado a gusto contra la Izquierda Comunista y más tarde contra el POUM, abandonó las filas del Trotskysmo para retornar al seno del Partido Comunista italiano. Peor fue el caso de otro de los colaboradores de ese Secretariado Internacional, hombre de absoluta confianza de Trotsky y de su hijo Sedov, llamado Marc Zborowski, alias Etienne, que resultó ser un activo agente de los servicios secretos soviéticos.
Lo que es indudable es que esta ruptura con Trotsky y su organización permitió a la Izquierda Comunista verse libre de trabas y poderse embarcar en el proceso unificador que se inició en Cataluña, tras la revolución de octubre de 1934. Hasta entonces, los trotskistas españoles se habían visto obligados, para cumplir con la estrategia política de Trotsky, a aplicar en España una táctica inútil , que anulaba por completo los esfuerzos llevados a cabo en el terreno teórico por sus mejores militantes para intentar aclarar la situación real del país en cada momento dado. Tenían que considerar al Partido Comunista como su propio Partido, a la Internacional Comunista como su Internacional, a la Unión Soviética como un Estado obrero con bases socialistas. Y por causa de todo esto, sus criticas a la política del Partido Comunista y de la III Internacional aparecían, ante los ojos de la generalidad de los trabajadores, cual disputas bizantinas o simple lucha por los puestos dirigentes.
El proceso unificador
Ya durante los primeros tiempos de la República, se habían lanzado llamamientos en favor de la unificación de todos los grupos o tendencias comunistas, sobre todo por parte de la Oposición trotskista y de la Federación Catalano-Balear, pero sin el menor resultado, quizá por ser todavía prematuro y precisarse cierto período de decantación. El primer paso serio, que a la larga sería determinante, fue la creación de la Alianza Obrera, en diciembre de 1933 en Cataluña y en marzo de 1934 en Asturias, principalmente, con el propósito de establecer un frente unido obrero capaz de impedir el triunfo de la reacción. El documento que dio fe del nacimiento de la Alianza en Cataluña está fechado el 9 de diciembre de 1933 y entre otras cosas dice: "Las entidades abajo firmantes, de tendencias y aspiraciones doctrinales diversas, pero unidas en un común deseo de salvaguardar las conquistas conseguidas hasta hoy por la clase trabajadora española, hemos constituido la Alianza Obrera, para oponernos al entronizamiento de la reacción en nuestro país , para evitar cualquier intento de golpe de Estado o instauración de una dictadura".
El documento en cuestión llevaba las firmas siguientes: J.Vila Cuenca, por la UGT; Ángel Pestaña, por los Sindicatos de Oposición (treintistas) ; Rafael Vidiella, por la Federación Socialista de Barcelona (PSOE); Juan López, por la Federación Sindicalista Libertaria; M. Martínez Cuenca, por la Uniò Socialista de Cataluña; José Calvet, por la Unión de Rabassaires; Francisco Aguilar, por la Federación de Sindicatos expulsados de la CNT; Joaquín Maurín, por el Bloque Obrero y Campesino, y Andrés Nin, por la Izquierda Comunista. Faltaba a la cita la CNT -salvo en Asturias, donde se impusieron los partidarios de la Alianza-, entonces ya en manos de la Federación Anarquista Ibérica, dedicada a practicar el más absurdo ultraizquierdismo mediante huelgas generales revolucionarias y putschs que se convertían en otros tantos estrepitosos fracasos, pero empecinada en implantar, de buenas a primeras, nada menos que el comunismo libertario. Y asimismo, naturalmente, el Partido Comunista, que combatía sin descanso a la Alianza Obrera desde el primer día de su nacimiento, hasta que en uno de sus bruscos cambios, acatando órdenes de Moscú, decidió en vísperas de la revolución de octubre de 1934 ingresar en esa Alianza que tanto había denigrado.
Es cierto que la Alianza Obrera no dio de sí todo lo que sus promotores anhelaban. La ausencia -salvo en Asturias, repetimos- de la CNT, que contaba entonces con gran influencia en el seno del movimiento obrero, más el mínimo interés de la UGT, pesaron decididamente en el destino de este organismo de unión, que no pudo desempeñar en la revolución de octubre de 1934 el papel que le correspondía. Empero, las relaciones mantenidas en el seno de la Alianza entre algunas de sus organizaciones favorecieron el establecimiento de un mejor clima de entendimiento político, olvidando viejas querellas y enemistades. De distintos lugares se había proclamado la imperiosa necesidad de una unificación de los partidos y grupos marxistas, "sobre la base no del confusionismo, sino, claramente, sobre la del marxismo revolucionario, tanto por su pensamiento como por su acción”., como escribió Maurín a comienzos de 1935, en su libro Hacia la segunda revolución. Con anterioridad, a partir de 1934, un pequeño grupo catalán, el Partit Català Proletari -que se había escindido del ultranacionalista Estat Català- se mostró partidario de la unificación marxista. Andrés Nin se expresó igualmente en favor de "la constitución de un partido revolucionario a través de la fusión de las organizaciones que acepten unos principios y una táctica determinadas".
Por tanto, todos o casi todos los partidos y grupos marxistas catalanes aparecían de acuerdo en que la unificación era imprescindible. Faltaba dar el primer paso. La iniciativa de convocar a todas esas organizaciones partió del Partit Català Proletari y en los primeros días de febrero de 1935 tuvo lugar la primera reunión, en la que estuvieron presentes, además del grupo convocante, es decir, el Partit Catala Proletari, el Bloque Obrero y Campesino, la Federación Catalana del Partido Socialista, el Partido Comunista, la Uniò Socialista de Cataluña y la Izquierda Comunista. Y como cabía esperar, pronto aparecieron las discrepancias. La Federación Catalana del Partido Socialista expuso que no podía tomar acuerdo alguno de unificación porque dependía orgánicamente del PSOE; la Uniò Socialista entendía que primero había que buscar un entendimiento previo entre los núcleos afines por separado de socialistas, por un lado, y de comunistas por el otro; el Partido Comunista declaró de buenas a primeras que el nuevo partido unificado tenía que depender de la III Internacional; el Partit Català Proletari mostró su voluntad de unirse con los partidos que hayan demostrado verdadero interés por la fusión y que compartan sus puntos de vista respecto a la cuestión catalana; la Izquierda Comunista consideró que la unificación no era tarea fácil, pero que existían las condiciones objetivas que permitían llevarla a cabo, a base de transacciones y procurando hallar una estructura orgánica para que las diferencias que puedan subsistir puedan ser ventiladas en un ambiente de convivencia; el Bloque, finalmente, se opuso a la propuesta de la Uniò Socialista y se expresó, en líneas generales, en el mismo sentido que la Izquierda Comunista.
Los únicos acuerdos logrados en esta primera reunión, fueron los que .siguen: "1º Los reunidos reconocemos la necesidad de unificar las fuerzas marxistas existentes; 2° La unificación será llevada a cabo sobre la base del marxismo revolucionario, que supone: a) desarrollarse con independencia de todo partido burgués, b) toma violenta del poder a través de la insurrección armada, y c) instauración transitoria de la dictadura del proletariado". Fueron unos acuerdos mínimos, de índole mas bien general para obtener la adhesión de todos, que deberían someterse a los Comités de cada partido para que en una reunión próxima se expusiesen posiciones definidas. Esta tuvo lugar el 6 de abril, sin otra ausencia que la de la Federación Catalana del PSOE, que afirmó no haber recibido a tiempo la convocatoria. Y en ella las posiciones ya aparecieron claramente establecidas. El Partido Comunista exigió que se prescindiera de la Izquierda Comunista en este proceso unificador; la Uniò Socialista se reafirmó en sus puntos de vista expuestos en la primera reunión; el Bloque, la Izquierda Comunista y el Partit Català Proletari defendieron los acuerdos ya concretados, a partir de los cuales debería proseguirse las discusiones. Ninguna de las organizaciones presentes aceptó la propuesta del Partido Comunista de excluir a la Izquierda.
El delegado del Bloque pidió la suspensión de la reunión hasta días después, para que el Partido Comunista diga si acepta la opinión de la mayoría. Esta tercera y última reunión se celebró el 13 de abril, esta vez con la asistencia de todos. En la misma plasmaron las tres tendencias que habían apuntado anteriormente. La Federación Catalana del PSOE y la Uniò Socialista coincidieron en afirmar que el partido marxista que se quiere crear ya existe y no es otro que el Partido Socialista Obrero Español; el Partido Comunista confirmó sus posiciones, insistiendo que no existía posibilidad alguna de obtener la reunificación al margen de la Internacional Comunista; el Bloque, la Izquierda Comunista y el Partit Català Proletari coincidieron en sus apreciaciones, indicando el primero que era inaceptable la propuesta de los socialistas de entrar todos en el Partido Socialista y que las propuestas del Partido Comunista mostraban inequívocamente que no deseaba la unificación, mientras la Izquierda rebatió lo expuesto por los comunistas y el Partit Català Proletari señaló que la actitud adoptada por el Partido Socialista, por el Partido Comunista y por la Uniò Socialista hacían imposible la fusión, mostrándose partidario de proseguir la discusión con quienes aceptaban sin reservas los puntos aprobados en la primera reunión respecto a la unificación.
As! fue como quedaron solos, en el iniciado proceso de unión, el Bloque, la Izquierda Comunista y el Partit Català Proletari, los cuales publicaron una nota en la que manifestaban que estas organizaciones continúan elaborando la unificación marxista, interpretando el deseo de la mayoría de los trabajadores y la necesidad histórica del momento actual". Pero tampoco fructificó la fusión de estas partidos, como cabía prever. El obstáculo insalvable no fue otro que la cuestión catalana, mejor dicho, si el nuevo partido unificado debería ser únicamente catalán o bien se extendería al resto de España. El Partit Cátala Proletari argüía que la unificación tenía que realizarse en Cataluña exclusivamente, correspondiendo al Partido Socialista y al Partido Comunista unificarse en el resto del Estado español; era una actitud comprensible en una organización eminentemente nacionalista y por ende limitada al territorio catalán. El caso de la Izquierda Comunista y del Bloque Obrero y Campesino era otro harto distinto: por lo general, la mayoría de los militantes de la primera residían fuera de Cataluña, mientras el Bloque aspiraba a no limitarse al territorio catalán; ni una ni otra de estas dos organizaciones querían abandonar a sus grupos de las distintas regiones españolas o empujarlos hacia el Partido Socialista. La ruptura de estas dos organizaciones con el Partit Català Proletari resultó, pues, inevitable. Se llevó a cabo en los primeros días de junio de 1935.
La creación del POUM
El Bloque Obrero y Campesino y la Izquierda Comunista se quedaron solos en ese .intento de unificación .Además, ese breve proceso tuvo sus repercusiones en el interior de esos dos partidos. Un reducido pero destacado grupo de militantes trotskistas -Fersen, Esteban Bilbao, Munis y otros dos, todos ellos de Madrid- ingresó en el Partido Socialista, sin aguardar a la decisión final de la organización. Por su parte, el Comité Ejecutivo de la Izquierda Comunista se mostró bastante irresoluto, llegando incluso a proponer -con el voto en contra de uno de sus componentes, Francisco de Cabo- que una vez constituido el nuevo partido en Cataluña, el resto de la militancia española solicitase su ingreso en el Partido Socialista, lo cual suponía, al cabo de cuentas, dar la razón a los que ya se habían ido, al mismo tiempo que, paradójicamente, hacía suyos los puntos de vista del Partit Català Proletari, que en sus discusiones con éste rechazaba. En realidad era la posición de Nin; para defenderla, pidió a Iglesias que publicase en el Boletín Interior, en abril de 1935, un artículo, que apareció firmado con el seudónimo de Paco, no obstante no estar éste muy convencido de los puntos de vista que exponía. Pero Nin y el Comité Ejecutivo quedaron prácticamente solos: toda la organización se pronunció –con Andrade a la cabeza- contra el ingreso en el Partido Socialista y en favor del carácter nacional del nuevo partido. Y esta fue, finalmente, la actitud adoptada, que coincidía con la del Bloque.
En el Bloque Obrero y Campesino, también la unificación produjo algunos sobresaltos y defecciones. Varios militantes, algunos muy conocidos en la organización, se opusieron a la fusión. Según afirmó Maurín años más tarde, en una carta al historiador francés Pierre Broué, "había un poco de catalanismo retardado en el grupo formado por Estivill, Estartús y Ferrer, en el sentido de que convirtiéndose el Bloque en un partido peninsular, perdería -creían ellos- su característica inicial catalana”. Ese grupo dio a la luz pública en noviembre de 1935, o sea poco después de haberse ultimado la fusión del Bloque y de la Izquierda, dando nacimiento al POUM, un documento criticando esa unificación y la creación de un nuevo partido, por lo cual el Comité Central del POUM, reunido los días 5 y 6 de enero de 1936, acordó marginar de toda actividad en la organización por un año a Colomer, Estivill y Estartús y sancionar al resto con la imposibilidad de acceder a cargos de responsabilidad también durante un año. La respuesta de los sancionados fue inmediata: días después dieron a conocer su decisión de separarse del POUM. Lo curioso del caso es que esos “catalanistas retardados” se fueron al Partido Socialista casi todos y acabaron en el PSUC, partido creado de prisa y corriendo pocos días después de iniciarse la guerra civil bajo la égida de la estalinista Internacional Comunista.
Ineluctablemente, desde el instante mismo en que el Bloque y la Izquierda Comunista quedaron solos en el malogrado proceso unificador, la fusión de hecho quedaba establecida. Las posiciones políticas sobre los distintos problemas se habían ido decantando y las coincidencias resultaban, si no totales, si al menos muy aproximadas. Ya antes de crearse oficialmente, por decirlo así, el nuevo partido, el POUM, varios militantes de la Izquierda Comunista iniciaron su colaboración en La Batalla, hasta entonces portavoz del Bloque. El 12 de julio, este semanario anunciaba: “El Comité Central del BOC acuerda la unificación con la Izquierda Comunista”. Y una semana después, en el mismo periódico, publicó un artículo Andrés Nin, titulado “Un pacto de unificación firme y sincero”. Las resoluciones y tesis de la nueva organización, redactadas de común acuerdo por Maurín y Nin, fueron aprobadas por los respectivos Comités Centrales. A causa de hallarse suspendidas las garantías constitucionales, como consecuencia de la revolución de octubre, no pudo celebrarse el Congreso de unificación.
Se afirmó empero que éste se había reunido en la clandestinidad el 29 de septiembre de 1935. A decir verdad, repetimos, no hubo tal Congreso, sino simplemente una reuni6n de varios representantes del Bloque y de la Izquierda Comunista. Tuvo lugar en la tarde de dicha fecha, en el número 24 de la calle Montserrat de Casanovas, en Horta, en las afueras de Barcelona. Como ya estaba todo o casi todo ultimado, en esa reunión se designaron los miembros del Comité Ejecutivo, del Comité Central y de la dirección de las Juventudes, la Juventud Comunista Ibérica, de acuerdo con las decisiones tomadas previamente en el seno de las dos organizaciones, ahora unificadas en el POUM. El Comité Ejecutivo quedó en aquel entonces constituido por Joaquín Maurín –designado secretario general-, Pedro Bonet, Jordi Arquer, José Rovira, José Coll, Andrés Nin y Narciso Molins y Fàbrega, los cinco primeros en nombre del Bloque y los dos últimos por parte de la Izquierda Comunista. Para la dirección de las Juventudes se nombró a Germinal Vidal -secretario-, Miguel Pedrola, Wilebaldo Solano y Gelada, si no recuerdo mal, en representación del Bloque, y a Ignacio Iglesias por la Izquierda Comunista. Como no se ha publicado en parte alguna, vale la pena ofrecer los nombres de los asistentes a esa reunión del 29 de septiembre de 1935. Helos aquí: Maurín, Nin, Bonet, Molins, Arquer, Coll, Rovira e Iglesias, así como Francisco de Cabo y su compañera Carlota Durany, que vivían en la casa donde se celebró el encuentro. También estuvo presente un antiguo militante trotskista de Famplona, llamado Alútiz -fusilado por los carlistas en los primeros días de la guerra civil-, de profesión ferroviario, que acababa de asistir en Madrid a una reunión de los ugetistas de su sindicato y se hallaba fortuitamente de paso por Barcelona. Que sepamos, sólo quedan con vida [en el momento de escribir el artículo] Coll, de Cabo e Iglesias.
La fundación del POUM no vino a provocar una nueva división del movimiento obrero español, como denunciaron los estalinistas y sus adláteres, sino, por el contrario, a sumar fuerzas ya simplificar. Es más, como su nombre indica, no se consideraba como un partido definitivo; más bien como un buen paso dado hacia la unificación de los partidos de carácter marxista. En el número que publicó La Batalla el 11 de octubre de 1935, dedicado justamente a la creación del POUM, puede leerse: "La fusión del BOC y de la Izquierda Comunista es algo más que una simple suma de adherentes de dos organizaciones. Representa el primer paso importante hacia la constitución del gran partido obrero socialista revolucionario que el proletariado español necesita”. Y en un folleto que edita semanas después con el título “Qué es y que quiere el Partido Obrero de Unificación Marxista”, hay la siguiente referencia a la cuestión de la unidad marxista: “El problema no es de ingreso o de absorción, sino de unificación marxista revolucionaria. Es un Partido nuevo el que se precisa formar mediante la fusión de los marxistas revolucionarios”. Señalemos, aunque sea únicamente de pasada, que el POUM, desde el primer día de su nacimiento, fue blanco predilecto de los virulentos ataques de los trotskistas y de los estalinistas.
Un nuevo partido revolucionario no se crea de la noche a la mañana, no surge súbitamente, como Venus de la espuma del mar; ni siquiera es suficiente la iniciativa de unos cuantos hombres, por sólidas que sean sus razones y grande su valer. Son precisas, sobre todo, unas coyunturas históricas favorables, así como cierto tiempo para consolidarse y madurar, para lograr instalarse en la conciencia de los trabajadores. Esas coyunturas favorables se daban en 1935 y la iniciativa existió, como hemos visto, por parte de los hombres del Bloque Obrero y Campesino y de la Izquierda Comunista. Pero desgraciadamente, faltó el tiempo necesario para que el nuevo partido, el POUM pudiera extenderse y fortificarse. En efecto, menos de diez meses después de aquel 29 de septiembre de 1935, fecha de su fundación, se produjo la sublevación militar y la subsiguiente guerra civil. El POUM, todavía en el inicial e imprescindible período de formación, de organización de sus cuadros, tuvo que enfrentarse a la nueva situación en pésimas condiciones, por si fuera poco con su secretario general, Maurín, ausente, atrapado en zona franquista. Pero, como diría Kipling, esa es ya otra historia.
Ignacio Iglesias (1912-2005), fue uno de los fundadores del POUM y redactor de La Batalla
1985
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