Sandra Ezquerra, Profesora de la Universitat de Vic y miembro del Procés Constituent y Teresa Rodríguez, Profesora de secundaria y eurodiputada por Podemos
En la última media década hemos pasado de una crisis económica a una crisis política gestada durante más de tres años de movilización social ante las políticas de recortes sociales, la indiferencia de los gobiernos ante las reivindicaciones de la calle, el estallido del proceso independentista catalán, la crisis de la izquierda institucional (léase PSOE), el creciente descrédito de los pactos forjados en la Transición o los escándalos de corrupción que han rodeado tanto al Partido Popular como a la casa real y a otros actores de referencia del Régimen del 78 como Convergència i Unió, el propio PSOE o UGT.
Todo ello, en el marco de un brutal empeoramiento de las condiciones de vida de la población, nos ha hecho desembocar a su vez en una verdadera crisis de legitimidad del sistema económico y, en última instancia, una crisis de régimen. Los datos no mienten: según el Barómetro del CIS de marzo de este año, más de dos tercios de la población del Estado español considera la situación política actual como mala o muy mala y un porcentaje aún mayor no espera que ésta vaya a mejorar a corto plazo. También más de dos tercios de la ciudadanía considera a los y las políticas en general, los partidos políticos y la política, por un lado, y la corrupción y el fraude, por el otro, como dos de los principales problemas existentes actualmente en el Estado español.
Las elecciones europeas del pasado mes de mayo resultaron ser la primera traslación electoral de esta dinámica, ya que marcaron sin duda el principio del fin del bipartidismo y comportaron la irrupción de lo que a estas alturas puede ser una pesadilla para el sistema tradicional de partidos: Podemos. Otras experiencias de enmienda a la totalidad de la vieja política las han constituido el Procés Constituent, impulsado hace más de un año por Teresa Forcades i Arcadi Oliveres, la Plataforma Guanyem Barcelona, nacida en las últimas semanas con el objetivo de instaurar la nueva política en la segunda ciudad más importante del Estado, o el modelo de representación institucional de las CUP. A pesar de que existen diferencias nada desdeñables entre las iniciativas, todas ellas comparten un doble objetivo: sacar a las mayorías sociales de la marginalidad mediante nuevas formas de hacer política y, frente a la hegemonía neoliberal y neofranquista que nos ha asfixiado en las últimas décadas, construir nuevos contrapoderes con vocación de ser mayoritarios en lo político, en lo electoral y en lo institucional.
Ahora bien, que el régimen esté perdiendo legitimidad no significa que no vaya a hacer todo lo posible para recuperarla. Todavía tienen margen de maniobra y, además, disponen del control del poder económico, institucional y mediático. El recambio de Juan Carlos I por Felipe VI ha constituido un verdadero ejercicio de maquillaje político, Mariano Rajoy promete regeneración democrática a quien le quiera escuchar y los candidatos a substituir a Rubalcaba en la Secretaría General del PSOE han competido en carencias: tanto de ideas nuevas como en carisma. En su versión más desesperada, el viejo régimen político se autoerige de forma cada vez más esperpéntica y menos creíble como la única alternativa democrática posible ante el supuesto ADN estalinista, etarra o utópico de los nuevos protagonismos.
En este escenario es imprescindible que los y las de abajo no dejemos de empujar. No es sólo el modelo de Estado lo que está en juego, sino todo un sistema político, económico y social, y ello exige que la apertura de una dinámica constituyente sea en estos momentos nuestra exigencia básica. Una cuestión clave será el encaje de las aspiraciones democráticas del pueblo del conjunto del Estado español con las de los pueblos de Catalunya, Euskal Herria y Galicia. Hay, en este sentido, un doble error simétrico a evitar. Por un lado, evitar plantear como salida a la actual situación la fórmula de un proceso constituyente en singular desde el centro del Estado o la demanda de una III República española. Ello no garantizaría respuestas satisfactorias al proceso soberanista catalán ni tampoco permitiría ahondar en las grietas abiertas en la periferia para poner definitivamente en jaque a una segunda restauración borbónica. El error opuesto consistiría en desentenderse desde Catalunya de la crisis del régimen español y limitarse a buscar una mera acumulación de fuerzas en territorio catalán a favor de la independencia. Ello no permitiría aprovechar las oportunidades políticas que la crisis general del régimen abre para el proceso catalán ni utilizar a este último para asestar un golpe definitivo al primero; confrontaría además al pueblo de Catalunya con el resto de pueblos del Estado, situándolos artificialmente en posiciones antagónicas; empujaría a la ciudadanía catalana, finalmente, a una lógica de unidad patriótica bajo la decadente hegemonía de Convergència i Unió en la que los derechos sociales se evaporan con la promesa de que volverán en un futuro imaginario en el que Madrid habrá dejado de robar a Catalunya.
Ante las cegueras de ambos nacionalismos que, se presenten de forma visible o no, nacionalismos son, se trata, por el contrario, de reivindicar la perspectiva de procesos constituyentes independientes pero coordinados entre sí con el objetivo de reforzarse en su búsqueda común de un nuevo orden democrático, justo y solidario.
Los cambios constituyentes pueden ser procesos democratizadores o todo lo contrario y, ante los intentos de los de arriba de seguir manteniendo el poder en muy pocas manos, ante su voluntad de deslegitimarnos y criminalizarnos, el resto debemos trabajar para que la voluntad de ruptura con un régimen dominado por castas, élites y oligarquías cobre cada vez más actualidad y se generalice como sentido común compartido por las mayorías. Ante la gran urgencia de los de arriba por recomponerse deviene cada vez más necesario construir y articular una gran capacidad de respuesta desde abajo: capacidad de respuesta cuyo principal objetivo sea transformar las relaciones de poder —dentro y fuera de las instituciones— y que genere una oleada de politización y participación políticas sin las cuales no es posible abrir horizontes de cambio real.
Las ventanas de oportunidad política no suelen abrirse dos veces en una misma generación ni permanecen abiertas demasiado tiempo. Tarde o temprano la crisis institucional se cerrará en una dirección u otra y el gran reto que tenemos aquellos y aquellas comprometidas con la justicia social es estar a la altura de las circunstancias y garantizar que el cierre sea favorable a la mayoría, que arranque por fin victorias a quienes nos roban la vida en los consejos de gobierno hasta que consigamos desalojarlos del poder. Sin prisa pero sin pausa, toca inventar nuevas maneras de hacer política en aras de desprofesionalizarla, hacerla realmente accesible a la ciudadanía y convertirla en un bien común; toca establecer espacios y mecanismos horizontales, transparentes y colectivos de toma de decisión.
Toca también pensar en ganar. En ganar Barcelona, en ganar Madrid, en ganar Europa, ¡en ganar el mundo! No es el momento de seguir el partido con falsa indiferencia desde el banquillo ni de contentarse con ser una minoría sin incidencia política real en los acontecimientos. No es el momento tampoco de permanecer en la placentera familiaridad de las rutinas de las organizaciones, de las tradiciones, de las poltronas, de los cargos. No es el momento del confort ni del posibilismo.
Toca articular una mayoría social y política contraria a las políticas de recortes, de ataques a las libertades y de recentralización; una mayoría que empuje hacia la apertura de procesos constituyentes democráticos. Desde abajo y desde los márgenes. Y sobre todo, como bien dice Teresa Forcades, para embarcarnos en esta aventura toca estar dispuestos y dispuestas a hacer la revolución para después volverla a hacer: a no dejar de examinarnos; a no dejar de aprender. Porque, si nos alejamos de dogmatismos infalibles y de ilusiones mesiánicas, sabremos que nuestras respuestas, las que generemos en este apasionante proceso, nunca serán definitivas. Y sabremos que la construcción de la democracia y la justicia siempre estará incompleta. Es y será nuestra tarea de cada día.
En la última media década hemos pasado de una crisis económica a una crisis política gestada durante más de tres años de movilización social ante las políticas de recortes sociales, la indiferencia de los gobiernos ante las reivindicaciones de la calle, el estallido del proceso independentista catalán, la crisis de la izquierda institucional (léase PSOE), el creciente descrédito de los pactos forjados en la Transición o los escándalos de corrupción que han rodeado tanto al Partido Popular como a la casa real y a otros actores de referencia del Régimen del 78 como Convergència i Unió, el propio PSOE o UGT.
Todo ello, en el marco de un brutal empeoramiento de las condiciones de vida de la población, nos ha hecho desembocar a su vez en una verdadera crisis de legitimidad del sistema económico y, en última instancia, una crisis de régimen. Los datos no mienten: según el Barómetro del CIS de marzo de este año, más de dos tercios de la población del Estado español considera la situación política actual como mala o muy mala y un porcentaje aún mayor no espera que ésta vaya a mejorar a corto plazo. También más de dos tercios de la ciudadanía considera a los y las políticas en general, los partidos políticos y la política, por un lado, y la corrupción y el fraude, por el otro, como dos de los principales problemas existentes actualmente en el Estado español.
Las elecciones europeas del pasado mes de mayo resultaron ser la primera traslación electoral de esta dinámica, ya que marcaron sin duda el principio del fin del bipartidismo y comportaron la irrupción de lo que a estas alturas puede ser una pesadilla para el sistema tradicional de partidos: Podemos. Otras experiencias de enmienda a la totalidad de la vieja política las han constituido el Procés Constituent, impulsado hace más de un año por Teresa Forcades i Arcadi Oliveres, la Plataforma Guanyem Barcelona, nacida en las últimas semanas con el objetivo de instaurar la nueva política en la segunda ciudad más importante del Estado, o el modelo de representación institucional de las CUP. A pesar de que existen diferencias nada desdeñables entre las iniciativas, todas ellas comparten un doble objetivo: sacar a las mayorías sociales de la marginalidad mediante nuevas formas de hacer política y, frente a la hegemonía neoliberal y neofranquista que nos ha asfixiado en las últimas décadas, construir nuevos contrapoderes con vocación de ser mayoritarios en lo político, en lo electoral y en lo institucional.
Ahora bien, que el régimen esté perdiendo legitimidad no significa que no vaya a hacer todo lo posible para recuperarla. Todavía tienen margen de maniobra y, además, disponen del control del poder económico, institucional y mediático. El recambio de Juan Carlos I por Felipe VI ha constituido un verdadero ejercicio de maquillaje político, Mariano Rajoy promete regeneración democrática a quien le quiera escuchar y los candidatos a substituir a Rubalcaba en la Secretaría General del PSOE han competido en carencias: tanto de ideas nuevas como en carisma. En su versión más desesperada, el viejo régimen político se autoerige de forma cada vez más esperpéntica y menos creíble como la única alternativa democrática posible ante el supuesto ADN estalinista, etarra o utópico de los nuevos protagonismos.
En este escenario es imprescindible que los y las de abajo no dejemos de empujar. No es sólo el modelo de Estado lo que está en juego, sino todo un sistema político, económico y social, y ello exige que la apertura de una dinámica constituyente sea en estos momentos nuestra exigencia básica. Una cuestión clave será el encaje de las aspiraciones democráticas del pueblo del conjunto del Estado español con las de los pueblos de Catalunya, Euskal Herria y Galicia. Hay, en este sentido, un doble error simétrico a evitar. Por un lado, evitar plantear como salida a la actual situación la fórmula de un proceso constituyente en singular desde el centro del Estado o la demanda de una III República española. Ello no garantizaría respuestas satisfactorias al proceso soberanista catalán ni tampoco permitiría ahondar en las grietas abiertas en la periferia para poner definitivamente en jaque a una segunda restauración borbónica. El error opuesto consistiría en desentenderse desde Catalunya de la crisis del régimen español y limitarse a buscar una mera acumulación de fuerzas en territorio catalán a favor de la independencia. Ello no permitiría aprovechar las oportunidades políticas que la crisis general del régimen abre para el proceso catalán ni utilizar a este último para asestar un golpe definitivo al primero; confrontaría además al pueblo de Catalunya con el resto de pueblos del Estado, situándolos artificialmente en posiciones antagónicas; empujaría a la ciudadanía catalana, finalmente, a una lógica de unidad patriótica bajo la decadente hegemonía de Convergència i Unió en la que los derechos sociales se evaporan con la promesa de que volverán en un futuro imaginario en el que Madrid habrá dejado de robar a Catalunya.
Ante las cegueras de ambos nacionalismos que, se presenten de forma visible o no, nacionalismos son, se trata, por el contrario, de reivindicar la perspectiva de procesos constituyentes independientes pero coordinados entre sí con el objetivo de reforzarse en su búsqueda común de un nuevo orden democrático, justo y solidario.
Los cambios constituyentes pueden ser procesos democratizadores o todo lo contrario y, ante los intentos de los de arriba de seguir manteniendo el poder en muy pocas manos, ante su voluntad de deslegitimarnos y criminalizarnos, el resto debemos trabajar para que la voluntad de ruptura con un régimen dominado por castas, élites y oligarquías cobre cada vez más actualidad y se generalice como sentido común compartido por las mayorías. Ante la gran urgencia de los de arriba por recomponerse deviene cada vez más necesario construir y articular una gran capacidad de respuesta desde abajo: capacidad de respuesta cuyo principal objetivo sea transformar las relaciones de poder —dentro y fuera de las instituciones— y que genere una oleada de politización y participación políticas sin las cuales no es posible abrir horizontes de cambio real.
Las ventanas de oportunidad política no suelen abrirse dos veces en una misma generación ni permanecen abiertas demasiado tiempo. Tarde o temprano la crisis institucional se cerrará en una dirección u otra y el gran reto que tenemos aquellos y aquellas comprometidas con la justicia social es estar a la altura de las circunstancias y garantizar que el cierre sea favorable a la mayoría, que arranque por fin victorias a quienes nos roban la vida en los consejos de gobierno hasta que consigamos desalojarlos del poder. Sin prisa pero sin pausa, toca inventar nuevas maneras de hacer política en aras de desprofesionalizarla, hacerla realmente accesible a la ciudadanía y convertirla en un bien común; toca establecer espacios y mecanismos horizontales, transparentes y colectivos de toma de decisión.
Toca también pensar en ganar. En ganar Barcelona, en ganar Madrid, en ganar Europa, ¡en ganar el mundo! No es el momento de seguir el partido con falsa indiferencia desde el banquillo ni de contentarse con ser una minoría sin incidencia política real en los acontecimientos. No es el momento tampoco de permanecer en la placentera familiaridad de las rutinas de las organizaciones, de las tradiciones, de las poltronas, de los cargos. No es el momento del confort ni del posibilismo.
Toca articular una mayoría social y política contraria a las políticas de recortes, de ataques a las libertades y de recentralización; una mayoría que empuje hacia la apertura de procesos constituyentes democráticos. Desde abajo y desde los márgenes. Y sobre todo, como bien dice Teresa Forcades, para embarcarnos en esta aventura toca estar dispuestos y dispuestas a hacer la revolución para después volverla a hacer: a no dejar de examinarnos; a no dejar de aprender. Porque, si nos alejamos de dogmatismos infalibles y de ilusiones mesiánicas, sabremos que nuestras respuestas, las que generemos en este apasionante proceso, nunca serán definitivas. Y sabremos que la construcción de la democracia y la justicia siempre estará incompleta. Es y será nuestra tarea de cada día.
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