Jaime Pastor |Viento Sur
Parece que no es difícil ponerse de acuerdo en reconocer que el momento histórico que estamos viviendo tanto a escala global y europea como en el Estado español se caracteriza por el fin de una época y el comienzo de otra llena de incertidumbres, riesgos y amenazas, pero también de oportunidades para cambios y rupturas a favor de las grandes mayorías y de un nuevo rumbo que permita garantizar la sostenibilidad de la vida en el planeta.
I
Por eso fue muy oportuna la publicación el pasado 7 de julio del Manifiesto “Última llamada”, con el título “Esto es más que una crisis económica y de régimen: es una crisis de civilización”. En él se hacía un diagnóstico rotundo del momento histórico que vivimos: “El declive en la disponibilidad de la energía barata, los escenarios catastróficos del cambio climático y las tensiones geopolíticas por los recursos muestran que las tendencias de progreso del pasado se están quebrando”; se apostaba por una “Gran Transformación” civilizatoria frente a “la inercia del modo de vida capitalista y los intereses de los grupos privilegiados” y se insistía en que “la crisis de régimen y la crisis económica solo se podrán superar si al mismo tiempo se supera la crisis ecológica. En este sentido no bastan políticas que vuelvan a las recetas del capitalismo keynesiano”; finalmente, se alertaba ante el riesgo de que la ventana de oportunidad para evitar un colapso civilizatorio se esté cerrando ya: “a lo sumo tenemos un lustro para asentar un debate amplio y transversal sobre los límites del crecimiento y para construir democráticamente alternativas ecológicas y energéticas que sean a la vez rigurosas y viables” ( www.ultimallamada.org).
Fuimos muchas las personas que suscribimos o nos identificamos con ese documento (entre ellas personas relevantes de la nueva fuerza ascendente que representa Podemos) pero pienso que, pese a que entre ellas se encuentra un amplio espectro de sensibilidades y corrientes políticas, culturales y de pensamiento crítico en general, todavía seguimos remando contracorriente frente a la vieja y desgraciadamente asentada tendencia entre las gentes de abajo a tratar separadamente -y con visiones distintas de los ritmos y los plazos- las respuestas a la crisis civilizatoria, por un lado, y las que tienen que ver más directamente con la crisis económica y de régimen que estamos viviendo, por otro. Generalmente, son las primeras las que quedan subordinadas a las segundas, con los riesgos que ello supone de seguir adaptándonos a la ceguera dominante en nuestras sociedades ante lo que Nancy Fraser ha definido recientemente como esas “condiciones de posibilidad previas” -y, sin embargo, ocultadas- del funcionamiento del capitalismo a lo largo de su historia.
Continuar por ese camino supone no sólo un error sino, además, una falta de comprensión de la creciente interdependencia entre las diferentes crisis que se han ido manifestando a escala global y que desde 2008 tienen un carácter multiplicador y explosivo, como estamos viendo en los actuales epicentros de las turbulencias que sacuden hoy el planeta. Uno de ellos es sin duda la Unión Europea y, dentro de la misma, los países del sur de la eurozona, en donde estamos asistiendo a una “guerra social” en todos los órdenes, aunque no tenga la dimensión militar que se manifiesta en otras partes como el Norte de África o la parte más oriental de Europa.
Es en momentos como éste de cambio de época cuando parece que “todo es posible”: tanto la instalación progresiva en un largo período de despotismo oligárquico, nacionalismos de Estado xenófobos y caos sistémico global -ya profetizado por Giovanni Arrighi hace tiempo-, con la consiguiente tendencia al colapso civilizatorio en el planeta, como la recuperación del protagonismo de los pueblos no solo en su defensa de lo conquistado hasta ahora sino también en la búsqueda de nuevos caminos compatibles con la sostenibilidad de la vida en el planeta. Hoy por hoy, prima lo primero y solo en las zonas del mundo donde perviven o se están conformando comunidades de resistencia y espacios de empoderamiento popular se apuntan políticas prefigurativas de “otros mundos posibles”. Puede ser, por tanto, que tenga razón Ulrich Beck con su “catastrofismo emancipatorio” y que haya que esperar todavía a mayores tragedias para que las mayorías sociales se tomen definitivamente en serio la “última llamada” que el Manifiesto nos hacía. El problema está en que quizás sea ya demasiado tarde cuando éstas se produzcan.
La gravedad del momento que vivimos reviste mayor pesimismo cuando comprobamos que la mayor parte de las luchas actuales se están desarrollando –pese a la enorme difusión que han tenido las formas de autoorganización y de comunicación, así como los repertorios de protesta que inició la “primavera árabe”-, y a diferencia de lo que apuntaba el movimiento “antiglobalización”, a una escala casi exclusivamente nacional y/o estatal. Ocurre esto justamente cuando la ofensiva de las clases dominantes se está desplegando en todas las esferas con mayor fuerza a escala global, impacientes por encontrar las vías de restablecimiento de un nuevo orden político y social institucionalizado y con algún grado de legitimación social.
Urge, por tanto, en el 150 aniversario de la creación de la Primera Internacional, reconstruir un nuevo internacionalismo de los y las de abajo que tenga en su agenda la construcción de un “nosotros/as” plural frente a esa oligarquía transnacional que cada vez está adquiriendo mayor poder sobre y dentro de los Estados actuales, como recientemente nos ha recordado Michel Husson.
Esto es más necesario si cabe en el marco de la UE –dispuesta, además, a firmar un gran acuerdo comercial con EE UU al servicio de la “lex mercatoria” global- y, sobre todo, en la periferia sur si queremos que el acceso al gobierno, en Grecia o aquí, de fuerzas contrarias al “austeritarismo” conduzca a confrontaciones exitosas con la deudocracia y no se limite a un nostálgico e inviable nacional-proteccionismo.
II
En el caso español, junto a los efectos derivados de esa crisis global parece haber ya un amplio consenso en reconocer, como han hecho distintos think tank del sistema desde que estalló la crisis (con la iniciativa “Transforma España” de la Fundación Everis en noviembre de 2010 y, ya después de la irrupción del 15M, el documento de mayo de 2013 del Círculo de Economía como referentes y, más recientemente, con las presiones crecientes desde distintos “lobbies” por acelerar el proceso de “regeneración” lampedusiana), que estamos en el final del período abierto desde la Transición y ante una profunda crisis de legitimidad del régimen constitucional del 78. Empero, no olvidemos que cuando propugnan la necesidad de una “segunda transición”, lo que más preocupa a esas elites es cómo echar fuera del escenario la credibilidad de cualquier alternativa (de ahí la beligerancia desde muy distintos flancos contra Podemos) que impida revitalizar la tan deteriorada “marca España” y volver a dar toda la seguridad jurídica y la rentabilidad necesaria a los mercados financieros, no escatimando para ello los daños políticos, sociales, ecológicos y de género que les acompañan.
Conviene, por tanto, saber aprovechar la ventana de oportunidad que nos ofrece la actual crisis del régimen poniendo en el centro la lucha por la democracia frente a la “casta” (esos “mayordomos al servicio de los banqueros”, como bien denuncia Pablo Iglesias) pero sin olvidar que un bloque social y político alternativo al proyecto de autorreforma del régimen ha de asumir también una ruptura con el “sentido común” acomodaticio con el “modelo” civilizatorio que lo sustenta; tarea que ha de buscar la mejor forma de oponerle el “buen sentido” alternativo en todas las esferas y sin ocultar la gravedad del momento histórico que estamos viviendo.
Sabemos que no será fácil esa labor cuando en las “democracias de audiencia” parece obligado ofrecer un discurso “simple” que permita tender puentes con una mayoría social que todavía no ha roto con muchos de los contravalores neoliberales, productivistas y heteropatriarcales en los que ha sido socializada durante largo tiempo. Pero tampoco es posible “dejar de lado” temas y propuestas que están en la agenda política en una u otra escala: nuestra obligación está en encontrar en los ejemplos de las vidas cotidianas de la gente las pruebas más evidentes de la irracionalidad e injusticia global del sistema actual.
En resumen, la lucha por la hegemonía implica la adaptación pedagógica al “lenguaje común” de la gente pero no, desde luego, la adaptación política a lo peor de, como recordaba recientemente un amigo con palabras de Albert Einstein, un “sentido común” que muchas veces es “un depósito de prejuicios establecidos en la mente antes de cumplir dieciocho años” y que costará sin duda cambiar pero habrá que intentarlo. Porque lo que está en juego en esta “guerra” es si logramos ir avanzando en la construcción de un bloque de pueblos y una voluntad colectiva capaces de desligarse de los sistemas de consenso imperantes o, por el contrario, nos abandonamos en manos de un nuevo “cesarismo”, aunque sea “progresista”, que vería pronto bloqueado su camino si no se basa en el empoderamiento popular.
III
Hablando de agenda política, no podemos dejar de lado lo que revelan los desafíos escocés y catalán frente a una Unión Europea construida por arriba y con el protagonismo de los Estados “históricos”, basados en el paradigma de un Estado, una nación y una lengua oficial a expensas de la realidad plurinacional, pluricultural y plurilingüística que les atraviesa y que no ha dejado de reforzarse en los últimos tiempos.
Aun reconociendo los riesgos de que esos nacionalismos escocés y catalán reproduzcan en el futuro, en caso de convertirse en hegemónicos dentro de los hipotéticos nuevos Estados, ese mismo paradigma excluyente, no cabe ser hoy equidistante entre unos y otros. Con mayor razón cuando se forma parte de la nación dominante y lo que se reclama desde la otra parte, incluido un número creciente de personas que no son nacionalistas, es el derecho a decidir su futuro y a la separación de ese Estado si así lo decide una amplia mayoría de sus “demoi” respectivos.
Con mayor motivo cabe defender esa demanda cuando confluye claramente con la creciente reclamación de una “democracia real” que desde el 15M de 2011 se ha extendido por todas las partes de este Estado. Así lo ha entendido la Asamblea Estatal de las Marchas de la Dignidad convocando para este 11 de septiembre concentraciones en solidaridad con la Diada catalana con el lema “No hay Democracia sin Derecho a Decidir”, convencida de que “si se impide el derecho a decidir de las gentes, de las mujeres, de los Pueblos… en sus espacios respectivos, se está de hecho negando las cuestiones más esenciales que configuran un sistema democrático. Convirtiendo cada vez más al Régimen del 78 en un Estado autoritario y antisocial”.
Parece que no es difícil ponerse de acuerdo en reconocer que el momento histórico que estamos viviendo tanto a escala global y europea como en el Estado español se caracteriza por el fin de una época y el comienzo de otra llena de incertidumbres, riesgos y amenazas, pero también de oportunidades para cambios y rupturas a favor de las grandes mayorías y de un nuevo rumbo que permita garantizar la sostenibilidad de la vida en el planeta.
I
Por eso fue muy oportuna la publicación el pasado 7 de julio del Manifiesto “Última llamada”, con el título “Esto es más que una crisis económica y de régimen: es una crisis de civilización”. En él se hacía un diagnóstico rotundo del momento histórico que vivimos: “El declive en la disponibilidad de la energía barata, los escenarios catastróficos del cambio climático y las tensiones geopolíticas por los recursos muestran que las tendencias de progreso del pasado se están quebrando”; se apostaba por una “Gran Transformación” civilizatoria frente a “la inercia del modo de vida capitalista y los intereses de los grupos privilegiados” y se insistía en que “la crisis de régimen y la crisis económica solo se podrán superar si al mismo tiempo se supera la crisis ecológica. En este sentido no bastan políticas que vuelvan a las recetas del capitalismo keynesiano”; finalmente, se alertaba ante el riesgo de que la ventana de oportunidad para evitar un colapso civilizatorio se esté cerrando ya: “a lo sumo tenemos un lustro para asentar un debate amplio y transversal sobre los límites del crecimiento y para construir democráticamente alternativas ecológicas y energéticas que sean a la vez rigurosas y viables” ( www.ultimallamada.org).
Fuimos muchas las personas que suscribimos o nos identificamos con ese documento (entre ellas personas relevantes de la nueva fuerza ascendente que representa Podemos) pero pienso que, pese a que entre ellas se encuentra un amplio espectro de sensibilidades y corrientes políticas, culturales y de pensamiento crítico en general, todavía seguimos remando contracorriente frente a la vieja y desgraciadamente asentada tendencia entre las gentes de abajo a tratar separadamente -y con visiones distintas de los ritmos y los plazos- las respuestas a la crisis civilizatoria, por un lado, y las que tienen que ver más directamente con la crisis económica y de régimen que estamos viviendo, por otro. Generalmente, son las primeras las que quedan subordinadas a las segundas, con los riesgos que ello supone de seguir adaptándonos a la ceguera dominante en nuestras sociedades ante lo que Nancy Fraser ha definido recientemente como esas “condiciones de posibilidad previas” -y, sin embargo, ocultadas- del funcionamiento del capitalismo a lo largo de su historia.
Continuar por ese camino supone no sólo un error sino, además, una falta de comprensión de la creciente interdependencia entre las diferentes crisis que se han ido manifestando a escala global y que desde 2008 tienen un carácter multiplicador y explosivo, como estamos viendo en los actuales epicentros de las turbulencias que sacuden hoy el planeta. Uno de ellos es sin duda la Unión Europea y, dentro de la misma, los países del sur de la eurozona, en donde estamos asistiendo a una “guerra social” en todos los órdenes, aunque no tenga la dimensión militar que se manifiesta en otras partes como el Norte de África o la parte más oriental de Europa.
Es en momentos como éste de cambio de época cuando parece que “todo es posible”: tanto la instalación progresiva en un largo período de despotismo oligárquico, nacionalismos de Estado xenófobos y caos sistémico global -ya profetizado por Giovanni Arrighi hace tiempo-, con la consiguiente tendencia al colapso civilizatorio en el planeta, como la recuperación del protagonismo de los pueblos no solo en su defensa de lo conquistado hasta ahora sino también en la búsqueda de nuevos caminos compatibles con la sostenibilidad de la vida en el planeta. Hoy por hoy, prima lo primero y solo en las zonas del mundo donde perviven o se están conformando comunidades de resistencia y espacios de empoderamiento popular se apuntan políticas prefigurativas de “otros mundos posibles”. Puede ser, por tanto, que tenga razón Ulrich Beck con su “catastrofismo emancipatorio” y que haya que esperar todavía a mayores tragedias para que las mayorías sociales se tomen definitivamente en serio la “última llamada” que el Manifiesto nos hacía. El problema está en que quizás sea ya demasiado tarde cuando éstas se produzcan.
La gravedad del momento que vivimos reviste mayor pesimismo cuando comprobamos que la mayor parte de las luchas actuales se están desarrollando –pese a la enorme difusión que han tenido las formas de autoorganización y de comunicación, así como los repertorios de protesta que inició la “primavera árabe”-, y a diferencia de lo que apuntaba el movimiento “antiglobalización”, a una escala casi exclusivamente nacional y/o estatal. Ocurre esto justamente cuando la ofensiva de las clases dominantes se está desplegando en todas las esferas con mayor fuerza a escala global, impacientes por encontrar las vías de restablecimiento de un nuevo orden político y social institucionalizado y con algún grado de legitimación social.
Urge, por tanto, en el 150 aniversario de la creación de la Primera Internacional, reconstruir un nuevo internacionalismo de los y las de abajo que tenga en su agenda la construcción de un “nosotros/as” plural frente a esa oligarquía transnacional que cada vez está adquiriendo mayor poder sobre y dentro de los Estados actuales, como recientemente nos ha recordado Michel Husson.
Esto es más necesario si cabe en el marco de la UE –dispuesta, además, a firmar un gran acuerdo comercial con EE UU al servicio de la “lex mercatoria” global- y, sobre todo, en la periferia sur si queremos que el acceso al gobierno, en Grecia o aquí, de fuerzas contrarias al “austeritarismo” conduzca a confrontaciones exitosas con la deudocracia y no se limite a un nostálgico e inviable nacional-proteccionismo.
II
En el caso español, junto a los efectos derivados de esa crisis global parece haber ya un amplio consenso en reconocer, como han hecho distintos think tank del sistema desde que estalló la crisis (con la iniciativa “Transforma España” de la Fundación Everis en noviembre de 2010 y, ya después de la irrupción del 15M, el documento de mayo de 2013 del Círculo de Economía como referentes y, más recientemente, con las presiones crecientes desde distintos “lobbies” por acelerar el proceso de “regeneración” lampedusiana), que estamos en el final del período abierto desde la Transición y ante una profunda crisis de legitimidad del régimen constitucional del 78. Empero, no olvidemos que cuando propugnan la necesidad de una “segunda transición”, lo que más preocupa a esas elites es cómo echar fuera del escenario la credibilidad de cualquier alternativa (de ahí la beligerancia desde muy distintos flancos contra Podemos) que impida revitalizar la tan deteriorada “marca España” y volver a dar toda la seguridad jurídica y la rentabilidad necesaria a los mercados financieros, no escatimando para ello los daños políticos, sociales, ecológicos y de género que les acompañan.
Conviene, por tanto, saber aprovechar la ventana de oportunidad que nos ofrece la actual crisis del régimen poniendo en el centro la lucha por la democracia frente a la “casta” (esos “mayordomos al servicio de los banqueros”, como bien denuncia Pablo Iglesias) pero sin olvidar que un bloque social y político alternativo al proyecto de autorreforma del régimen ha de asumir también una ruptura con el “sentido común” acomodaticio con el “modelo” civilizatorio que lo sustenta; tarea que ha de buscar la mejor forma de oponerle el “buen sentido” alternativo en todas las esferas y sin ocultar la gravedad del momento histórico que estamos viviendo.
Sabemos que no será fácil esa labor cuando en las “democracias de audiencia” parece obligado ofrecer un discurso “simple” que permita tender puentes con una mayoría social que todavía no ha roto con muchos de los contravalores neoliberales, productivistas y heteropatriarcales en los que ha sido socializada durante largo tiempo. Pero tampoco es posible “dejar de lado” temas y propuestas que están en la agenda política en una u otra escala: nuestra obligación está en encontrar en los ejemplos de las vidas cotidianas de la gente las pruebas más evidentes de la irracionalidad e injusticia global del sistema actual.
En resumen, la lucha por la hegemonía implica la adaptación pedagógica al “lenguaje común” de la gente pero no, desde luego, la adaptación política a lo peor de, como recordaba recientemente un amigo con palabras de Albert Einstein, un “sentido común” que muchas veces es “un depósito de prejuicios establecidos en la mente antes de cumplir dieciocho años” y que costará sin duda cambiar pero habrá que intentarlo. Porque lo que está en juego en esta “guerra” es si logramos ir avanzando en la construcción de un bloque de pueblos y una voluntad colectiva capaces de desligarse de los sistemas de consenso imperantes o, por el contrario, nos abandonamos en manos de un nuevo “cesarismo”, aunque sea “progresista”, que vería pronto bloqueado su camino si no se basa en el empoderamiento popular.
III
Hablando de agenda política, no podemos dejar de lado lo que revelan los desafíos escocés y catalán frente a una Unión Europea construida por arriba y con el protagonismo de los Estados “históricos”, basados en el paradigma de un Estado, una nación y una lengua oficial a expensas de la realidad plurinacional, pluricultural y plurilingüística que les atraviesa y que no ha dejado de reforzarse en los últimos tiempos.
Aun reconociendo los riesgos de que esos nacionalismos escocés y catalán reproduzcan en el futuro, en caso de convertirse en hegemónicos dentro de los hipotéticos nuevos Estados, ese mismo paradigma excluyente, no cabe ser hoy equidistante entre unos y otros. Con mayor razón cuando se forma parte de la nación dominante y lo que se reclama desde la otra parte, incluido un número creciente de personas que no son nacionalistas, es el derecho a decidir su futuro y a la separación de ese Estado si así lo decide una amplia mayoría de sus “demoi” respectivos.
Con mayor motivo cabe defender esa demanda cuando confluye claramente con la creciente reclamación de una “democracia real” que desde el 15M de 2011 se ha extendido por todas las partes de este Estado. Así lo ha entendido la Asamblea Estatal de las Marchas de la Dignidad convocando para este 11 de septiembre concentraciones en solidaridad con la Diada catalana con el lema “No hay Democracia sin Derecho a Decidir”, convencida de que “si se impide el derecho a decidir de las gentes, de las mujeres, de los Pueblos… en sus espacios respectivos, se está de hecho negando las cuestiones más esenciales que configuran un sistema democrático. Convirtiendo cada vez más al Régimen del 78 en un Estado autoritario y antisocial”.
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