Teresa Rodríguez (Docente, sindicalista y activista social)
Recuerdo perfectamente mi primera manifestación del 8 de marzo. Hasta que llegué a la ciudad para estudiar, el 8 de marzo para mí era poco más que un corta y pega de murales en el instituto, actos institucionales aburridos a morir y lazos morados. Allí conocí y me mezclé con feministas de todas las edades, las que tenían ya en sus arrugas marcada rabia y ternura en una simbiosis perfecta y las que nos habíamos abrazado a la historia de las nuestras para cambiarnos a nosotras mismas para siempre. Las más jóvenes habíamos, por fin, encontrado el relato que nos faltaba y daba sentido a nuestra existencia anterior. Allí, entre las feministas, encontré la explicación de un malestar viejo y difuso, un malestar expresado antes por la Martirio, María Jiménez o la Jurado.
Elaboré explicaciones concretas, alejando el odio, a vivencias personales, a pequeños y grandes abusos sufridos siempre en silencio, al cuarentón que se me arrimaba en el autobús del instituto incomodándome a diario, a los comentarios cotidianos por conocidos y extraños a los primeros síntomas físicos de mi pubertad, a las cien veces calladas frustraciones de las primeras relaciones sexuales, a las dosificaciones del deseo, al disciplinamiento, siempre tortuoso, del propio cuerpo, a la certeza resignada de que a las mujeres en mi entorno solo les quedaban los ansiolíticos o los antidepresivos para soportar la vejez.
Esa parte del relato que da explicaciones a los malestares cotidianos de género, me había sido narrado pero siempre sin historia, sin planteamiento, sin nudo y sin desenlace. Por mi madre, que siempre me decía que hubiera deseado para mí una vida de hombre porque es más fácil, por mis tías, con las manos y los ojos marcados de coser, fregar y criar; por mi abuela. Las cosas son así: aguanta, estudia, escapa.
Las feministas me contaron por qué, cómo y desde cuándo. Las feministas me dieron la fuerza para enfrentarme al primer médico que pretendió enseñarme moral en la consulta de un centro de salud. Me ayudaron a entender por qué en la universidad las becarias más precarias éramos casualmente mayoría mujeres. Disiparon mis miedos a andar de noche y me alimentaron la cautela ante las relaciones tóxicas. Lejos de la imagen de señoras amargadas, ambiciosas, soberbias, siempre enfadadas, que la ideología dominante pregonaba con su bálsamo de olvido, las feministas mejoraron mi vida, me hicieron más sabia y más feliz.
La crisis ha puesto un espejo ante quienes pensábamos en una consecución progresiva, continua y positivista de derechos sociales, sexuales y reproductivos para las mujeres. La historia no es lineal, menos para nosotras. Las mujeres entramos en la crisis con una situación de partida más vulnerable y las políticas aplicadas por ambas fuerzas de la alternancia gubernamental continuista han venido a reforzar tal vulnerabilidad. Datos siempre presentados como un jarro de agua fría sobre la mayor incidencia del desempleo, del subempleo, de la brecha salarial, de la precariedad. Una crisis de cuidados que nos somete a una doble presencia y ausencia en el ámbito laboral y familiar, que nos integra en un mercado laboral esquizofrénico como semiesclavas muertas de miedo.
Si las pioneras del feminismo hubieran sabido que la integración en el mercado laboral no iba a ser más que una nueva y doble forma de explotación y de opresión, se hubieran desecho los moños y los tocados a tirones. Hoy sabemos que los recortes sociales nos afectan con más intensidad a nosotras, como trabajadoras, porque estamos sobrerrepresentadas en los empleos relacionados con el cuidado y la educación de las personas; como usuarias, porque nuestra vulnerabilidad de partida y nuestro papel como cuidadoras de toda la familia nos convierten en las principales demandantes de ayudas y servicios sociales; y como mujeres, porque cuando los gobiernos se desentienden de niñas, ancianos, enfermos o personas con autonomía restringida, se nos supone depositarias eternas de las tareas fundamentales para la vida. Hoy sabemos que los gobiernos estaban dispuestos a sacrificar el cuidado de las personas y del medio ambiente para rescatar a la banca y engordar al insaciable monstruo de la deuda. Hoy sabemos que el capitalismo era el primo pequeño del patriarcado y que su negocio familiar ha resultado más que rentable.
Las mujeres sabemos mejor que nadie hasta qué punto se pueden poner en cuestión derechos que se creían consolidados como el derecho al aborto libre, a decidir sobre el propio cuerpo y la maternidad, a controlar nuestras vidas. Zapatero, incluso en contra de sus propias bases sociales, nos dejó a medias con una ley de plazos insuficiente, timorata, sometida al chantaje populista del voto a su derecha. Nos siguió obligando a escondernos para abortar en clínicas extrañas alejadas de nuestros barrios y pueblos, en espacios extraños cargados de miedo a pesar del buen hacer de la mayoría de sus profesionales, siguió permitiendo la falta de profesionalidad de los objetores sin conciencia de la sanidad pública, nos siguió sometiendo al trato infantilizante de los periodos de reflexión y promesas de ayudas sociales a la maternidad en sobres portadores de mentiras.
Seguimos cargando, gobernara quien gobernara, con la rémora de una Transición que no acabó con el espacio público concedido a la jerarquía de la Iglesia católica más reaccionaria. Con los conciertos educativos gestionados en su inmensa mayoría por órdenes religiosas. Con el tabú de una educación sexual en pañales, no como parte del currículum sino como ejercicio ocasional, en el mejor de los casos, para cubrir expediente. Una educación sexual aséptica, anatómica, sorda y ciega al componente afectivo y la perspectiva de género necesaria para abordar relaciones atravesadas por la moral machista. Seguimos observando la evidencia de las promesas incumplidas en torno al acceso gratuito a los métodos anticonceptivos. Y como “otro vendrá que bueno te hará” llegó Gallardón para, esta vez sí, responder a las expectativas; para devolvernos a treinta años atrás, para hacernos perder el suelo bajo nuestros pies, para recordarnos que ningún derecho se conserva sin resistencia en esta guerra integral contra la mayoría de la población. No lo conseguirá. Vamos a impedírselo.
Hoy como ayer y hasta que logremos humanizar la sociedad solo hay un camino para nosotras. Tomar las riendas de nuestras vidas, comprender para proponer salidas, participar plenamente en la acción política, aprender luchando juntas.
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