jueves, 27 de febrero de 2014

El trotskismo de la Liga

Miguel Romero | Viento Sur

Para Lucía, que fue la primera

[Este texto, fue escrito como uno de los epílogos al libro Trotskismos de Daniel Bensaïd, editado por El Viejo Topo el año 2007.]

En la “advertencia” que precede a su texto, Daniel Bensaïd dice que “la historia de los movimientos trotskistas queda por hacer” y que el propósito de su trabajo ha sido “proponer un punto de vista y dar sentido a los debates políticos y teóricos que jalonan esta historia atormentada”. A la pequeña escala de este anexo, esos criterios son también pertinentes.
No voy a referirme a “los movimientos trotskistas” en el Estado español, sino solamente a la Liga. Es una limitación respecto al enfoque del libro de Bensaïd, pero en nuestro caso tiene un alcance menor. A diferencia de Francia, en la Liga no tuvieron ningún papel las demás organizaciones trotskistas, salvo un breve y desgraciado episodio en 1979, al que me referiré más adelante. Además, a mi parecer, la Liga es la única organización que encarnó en este país ese “cierto trotskismo” que Bensaïd considera “...sin duda insuficiente, pero no menos necesario, para deshacer la amalgama entre estalinismo y comunismo, liberar a los vivos del peso de los muertos y pasar la página de las desilusiones”.

Pero la Liga dejó de existir hace quince años (¡quince años!). Su historia escrita está almacenada en el baúl, en miles de páginas de periódicos y boletines, en los que se encuentra la referencia escrupulosa de resoluciones y debates, posiciones mayoritarias y minoritarias, votaciones, incluso en los años de clandestinidad,... muestras de una cultura democrática que en la Liga se consideraba tan normal como respirar, pero que es absolutamente excepcional en la izquierda. Sería interesante y útil, por no utilizar términos demasiado solemnes, ordenar, seleccionar y editar esos materiales. Pero eso sólo puede ser un trabajo colectivo; alguna iniciativa hay en marcha y ojalá llegue a buen término.

A la vez, hay una imprescindible “historia no escrita” de la Liga que está en la memoria de sus militantes, diversa, contradictoria, sublimada, herida... Un proverbio árabe dice: “La verdad no está en un solo sueño; está en muchos sueños”. La historia de la Liga no está en una memoria, sino en muchas memorias. También hay algún proyecto en marcha para recoger y estudiar esas memorias; sería formidable que llegara a realizarse.
Quien quiera conocer la historia de la Liga deberá pues esperar a que esos proyectos lleguen a buen puerto. En estas notas sólo van a encontrar algunas opiniones sobre algunos recuerdos, un punto de vista personal sobre el sentido de la acción de la Liga, sobre la racionalidad del compromiso revolucionario que asumió durante los veinte años de su historia, con sus logros y sus errores.

I
La afiliación de la Liga a la IV Internacional, que coincide con su fundación a comienzos de 1971, fue un encuentro, no una conversión.
El grupo compuesto mayoritariamente por estudiantes universitarios, provenientes de las organizaciones del “Felipe” (Frente de Liberación Popular en Madrid y Front Obrer Catalá en Barcelona) buscaba cómo construir un partido revolucionario y cómo comprender el convulso mundo de comienzos de los 70, desde el forzado aislamiento político e intelectual del franquismo crepuscular. Eran activistas, marxistas más por intuición que por estudio, organizadores del sindicalismo democrático estudiantil (una buena escuela para entender el significado de “burocracia” y “reformismo”, a partir de la batalla diaria con el PCE), internacionalistas y antiestalinistas por referencia al Ché, con el compromiso militante fraguado por el dolor y la rabia del asesinato de Enrique Ruano,...
En casi dos años de debates y acciones militantes improvisadas, tras la disolución del “Felipe” en 1969, encontraron a la IV por medio de la LCR francesa, cuyo antecedente, las JCR (Jeunesse Communiste Révolutionnaire) había sido la conexión y el intérprete que tuvimos para entender e intentar compartir el “retorno de la revolución” en Mayo de 1968.

No buscábamos una doctrina, sino una corriente marxista militante que diera raíces y sentido a nuestra acción. El encuentro con la IV se hizo porque allí estaban, junto con un análisis coherente del “capitalismo tardío” y de los procesos políticos, “desiguales y combinados”, en Francia, Italia, Checoslovaquia, México, Vietnam..., organizaciones en las que nos reconocimos, política y hasta generacionalmente. Allí descubrimos el marxismo revolucionario junto con la historia de los primeros años de la Internacional Comunista, la lucha contra el estalinismo junto con la solidaridad con las revoluciones en Argelia y Cuba...
Trotsky era uno de los protagonistas de esta historia. Pero más que “trotskistas” preferíamos definirnos como los continuadores de los “comunistas que combatieron al estalinismo”. La diferencia no era de palabras, expresaba una de las ideas más fuertes del programa de la IV: el estalinismo como una ruptura trágica en la trayectoria del movimiento obrero revolucionario y a nuestra corriente como la continuadora de esa trayectoria, resistiendo en el período sombrío de la hegemonía estalinista y, ahora finalmente, cuando la revolución volvía a ser una “tarea actual”, dispuesta a luchar para que el comunismo volviera a ser la esperanza emancipatoria que lo originó.
II
Para unos recién llegados, la IV era una escuela de formación acelerada de la que nos venía una avalancha de lecturas, programas, resoluciones, solidaridad activa, noticias, normalmente entusiastas, de las luchas en el mundo y del crecimiento de las “secciones”,...
Esta amalgama constituía más una cultura (una “forma de hacer política”, diríamos ahora) que una teoría, una ideología o un programa. No trato de desvalorizar el contenido programático (el internacionalismo, la revolución socialista, la autoorganización como base de la democracia socialista, la democracia en el partido, la “independencia de clase” del movimiento obrero respecto a las organizaciones y los programas políticos burgueses...). Pero este “bagaje” estaba inserto en la historia y la realidad militante de la IV y lo recibimos (para bien y, a veces, para mal) de una forma cultural, más que doctrinal, lo cual se correspondía muy bien con el tipo de organización que éramos: activista, empírica, determinada por la clandestinidad...
Para bien, porque, por ejemplo, esta cultura dejaba un amplio espacio a la elaboración propia de ideas: así, leímos con atención los escritos de Trotsky sobre la revolución española, pero también los de Andreu Nin y tuvimos la suerte de conocer a formidables militantes del POUM (Juan Andrade, María Teresa García Banús, Antonio Rodríguez, Enrique Rodríguez, Emma Roca...). El resultado fue una visión muy crítica de las relaciones entre Trotsky y el POUM y la consideración del POUM como “nuestro partido” en la guerra civil. Estas ideas dieron lugar a debates en la IV, pero a ninguna clase de censura.
Por otra parte, esta cultura se desarrollaba con la experiencia. Por ejemplo, una pequeña organización clandestina necesitaba muchas formas de solidaridad política y material. La IV, y particularmente la LCR francesa, no nos falló nunca. Si la solidaridad es, además de un principio, un aprendizaje, allí, en buena escuela, la aprendimos.
Pero también, esa cultura estaba imbuida por los mitos y hábitos sectarios y doctrinarios, inevitables en una prolongada existencia a contracorriente de grupos muy reducidos, viviendo cada día la tensión entre el convencimiento de poseer el “programa de la revolución” y la realidad material de unas ínfimas fuerzas militantes. Uno de estos hábitos, que tuvo un coste grave en los primeros tiempos de la Liga, tendía a establecer una coherencia inmediata entre un desacuerdo concreto y una ruptura de “principios”.
Así, un debate necesario, y podríamos decir, “natural”, en aquellos tiempos, especialmente en una organización revolucionaria recién nacida y mayoritariamente estudiantil, sobre la política hacia Comisiones Obreras, se fue envenenando en una deriva doctrinaria a lo largo del año 1972; primero se convirtió en una discusión sobre si la conciencia política de la clase trabajadora avanza sólo a partir de su movilización unitaria o lo hace fundamentalmente por medio de experiencias de acción radicales, en las que tendrían necesariamente un papel importante los revolucionarios; de este debate se deducían orientaciones políticas diferentes: una estrategia de propaganda por el “frente único de las organizaciones obreras” o una política de iniciativas de la organización revolucionaria, destinada a promover acciones tan masivas como fuera posible, en las que se pudiera desbordar el control “reformista”. Finalmente, el debate se congeló como un supuesto desacuerdo programático sobre la “unidad de la clase obrera” y, claro, acabó en una escisión.
La IV no pudo o no supo influir para evitar que una discusión, que tenía originalmente todo su sentido en el proceso de maduración de la Liga, se desarrollara tan torpemente y terminara tan mal. Y la Liga vivió seis años separada en dos organizaciones, la LCR y la LC, que se reunificaron en 1978. Estoy utilizando el nombre de “la Liga” para referirme a las dos organizaciones; es una especie de “signo de penitencia” aplazada por el error que cometimos entonces.
La LCR y la LC tuvieron diferencias serias durante esos años, pero siguieron compartiendo buena parte de la cultura original común. Por eso, pese a los desacuerdos que se mantenían y a las diversas afinidades personales, la reunificación fue una realidad viva y duradera, y pese a que saltaron algunas chispas, al cabo de pocos meses, la procedencia de cada cual fue sólo un tema para hacer bromas.
III
La LCR pudo superar el golpe de la ruptura con la LC gracias a que, poco después, tuvo lugar la unificación con ETA VI (la corriente mayoritaria en la VI Asamblea de la organización) que tras un balance crítico y autocrítico del nacionalismo y la estrategia militar de ETA, adhirió a la IV Internacional.
La importancia de esta unificación en la historia de la Liga es muy grande desde muchos puntos de vista. En primer lugar, aportó militantes con una experiencia diferente y de mayor calado, con buena implantación en fábricas... y en las cárceles: los y las militantes presos tuvieron un papel político y moral muy grande en la organización, y la contribución de quienes provenían de ETA VI fue fundamental.
Por otra parte, la unificación confirmó una idea de la LCR sobre la construcción del partido revolucionario, que hasta entonces era sólo un deseo: converger, o más precisamente “ganarse al marxismo revolucionario”, a sectores de otras organizaciones de izquierda que rompieran con el “reformismo”. Esta idea daba sentido a la posibilidad de que una pequeña organización como la LCR pudiera conseguir la fuerza y la suma de experiencias y saberes necesaria, en un espacio de tiempo que esperábamos corto, para poder disputar la dirección del movimiento obrero al “reformismo”, o sea, al PCE. ETA no era una “organización obrera”, pero desde las luchas contra los procesos del Burgos a finales de los años 70, que tanto habían contribuido a impulsar el nacimiento de la Liga, era una referencia, más allá de Euskadi, para la izquierda revolucionaria.
En fin, la unificación reforzó la autoridad política de la IV Internacional ante nosotros, en cuanto se mostraba como un referente capaz de atraer a sectores militantes de otras corrientes.
La unificación funcionó desde el primer momento, sin el menor problema. Nos pareció algo natural; creo que, considerando acontecimientos posteriores, habría merecido la pena preguntarnos por qué todo había ido tan bien.
Por supuesto, fue fundamental compartir el programa de la IV. También tuvo un papel el clima de confianza y exaltación militante de la época. Pero creo que, especialmente, tuvo una importancia decisiva reconocernos en una cultura militante y un proyecto de construcción de partido comunes, la “forma de hacer política”, que una parte importante de la dirección de ETA VI, exiliada en Francia, había conocido y vivido en sus relaciones con la LCR francesa.
Mostramos simbólicamente la importancia que le dábamos a la unificación adoptando el nombre LCR-ETA VI, con el que militamos en todo el Estado español hasta agosto de 1976. No le dimos ninguna importancia a las dificultades que nos podía ocasionar ese nombre, especialmente, fuera de Euskadi. Fue una manifestación de orgullo izquierdista: “esto es lo que somos”. Nunca nos arrepentimos.
IV
La IV no pretendió “dirigir” a la Liga y jamás interfirió en ninguno de sus debates. El respeto al desarrollo de las “secciones” fue un principio organizativo que la dirección de la IV no cumplió siempre (hay algunas referencias a ello en el texto de Bensaïd), pero sí respetó escrupulosamente en el caso de la Liga a lo largo de toda su historia. En estas condiciones, es cierto que alguno de sus textos, especialmente “El crepúsculo del franquismo”, que conocimos en vísperas del nacimiento de la organización, tuvo una influencia determinante en la primera etapa de la Liga y, particularmente, en la orientación política de la LCR bajo el franquismo/1.
El texto invitaba a comprender la realidad, no a amoldarla a una ideología. No hay en él ni una cita de los “clásicos”, salvo la referencia a la organización de “tipo leninista”, dirigida sin duda directamente a conectar con las aspiraciones de quienes se preparaban para fundar la Liga.
La mayor parte de su contenido está dedicada a analizar la realidad española, sus contradicciones políticas y económicas, los conflictos sociales básicos. Leído ahora, mantiene muchas ideas valiosas y también proyecciones voluntaristas (por ejemplo, sobre el “desinflamiento” de los “globos reformistas y `liberalizantes’”) o sobre las enseñanzas que los “trabajadores españoles” habrían recibido de la experiencia de 1969-1970 (es decir, de la resistencia al Estado de excepción a las luchas por la amnistía en torno al proceso de Burgos), o sobre el modelo de “dualidad de poder” como conclusión “natural” de la autoorganización.
Pero lo que interesa destacar es la frase que resume la estrategia que el texto propone: “La dictadura franquista no puede metamorfosearse en democracia burguesa bajo la presión de las masas. Debe ser derrocada por una acción directa revolucionaria de las masas”. La Huelga General Revolucionaria (HGR) fue la fórmula de la LCR para resumir esta idea, que orientó nuestra acción política hasta mediados de 1976.
La HGR era una propuesta izquierdista, pero también realista y racional. Realista y racional porque se apoyaba en el proceso de movilizaciones iniciado a finales de 1970 en las luchas contra los procesos de Burgos, y que continuó en numerosas huelgas generales de ámbito local; la base de nuestra política era respetar esta dinámica real, tratar de comprenderla por medio del debate democrático, luchar por generalizarla por la acción militante. Izquierdista en un sentido que requiere una breve explicación, para diferenciarla de las variantes sectarias.
La política revolucionaria se fundamenta siempre en los objetivos necesarios para la lucha contra el capitalismo en su conjunto. Se trata de que llegue a ser “posible” lo que es “necesario”. Para ello es vital considerar entre las condiciones que caracterizan a una situación concreta, una que no forma parte de los análisis positivistas (llamados habitualmente “realistas”): la potencialidad del movimiento, lo que todavía sólo existe de un modo fragmentario o embrionario en la dinámica del movimiento real, pero puede generalizarse: la tarea central de una organización revolucionaria es descubrir en el movimiento real y desarrollar esas potencialidades. En este sentido, la perspectiva revolucionaria no es “izquierdista”, pero está “a la izquierda de lo posible”.
El izquierdismo de la LCR consistió en hipertrofiar el papel de esas potencialidades, enfocar toda nuestra acción hacia las experiencias mas avanzadas y los sectores de vanguardia, considerando que la dinámica objetiva de las luchas empujaría naturalmente al conjunto del movimiento en esa dirección. Sin duda, se cometieron errores. Pero no nos equivocamos de combate.

V

Nuestro punto de partida fue preguntarnos qué objetivos había que alcanzar para derrocar al franquismo/2.
Los resumimos en la depuración radical del aparato de Estado, de todas sus instituciones políticas y económicas, y especialmente, la disolución de sus cuerpos represivos.
¿Quien y cómo podía hacerlo? Esta fue la segunda cuestión capital. Para responder combinábamos un análisis de los conflictos sociales básicos (¿qué clase tiene el nivel de conflicto socio-político con la dictadura que la faculta para poder acabar radicalmente con ella?) y una estimación sobre las condiciones reales del movimiento social.

La HGR incluía un tercer aspecto fundamental: el derrocamiento de la dictadura y la “conquista de la democracia” pondría de actualidad la lucha por la extensión de autoorganización, el desarrollo de organismos económicos, políticos y militares que constituirían las bases del nuevo poder emergente, las incursiones del movimiento obrero en la propiedad capitalista y, como conclusión, la revolución socialista. Cuando en abril de 1974 cayó la dictadura en Portugal, la dinámica que siguió el movimiento popular confirmó que esta potencialidad existía efectivamente, y a nuestro lado.

La experiencia de Portugal contribuyó a que el sector “ilustrado” del aparato franquista y la “oposición democrática”, y los poderes e instituciones internacionales correspondientes, se pusieran en acción para impedir que pudiera darse en España un proceso semejante. Para ello lo fundamental era evitar el desmoronamiento del Estado y controlar desde el poder los inevitables cambios políticos: ésta fue la lógica de lo que finalmente se llamó “reforma” y ésta fue la orientación política a la que se sometió la “oposición democrática” hasta el final de la Transición.
Nosotros por el contrario reafirmamos nuestra confianza en que luchábamos por objetivos posibles. Y lo eran. Pero la evolución de la situación a lo largo de 1975 y los primeros meses de 1976 nos convenció de que la lucha debía centrarse en la “ruptura” con el franquismo por medio de objetivos democrático radicales (amnistía, república, autodeterminación, disolución de los aparatos represivos del franquismo...) y reivindicaciones económicas y sociales básicas. Manteníamos que estos objetivos sólo podían alcanzarse por medio de la movilización popular generalizada: la llamamos Huelga General Política.

Las diferencias de fondo que mantuvimos con los organismos de la “oposición democrática” no se basaron en “maximalismos”. Se basaban en los objetivos y en las tareas que eran necesarios para acabar realmente con el franquismo. La diferencia en términos de relaciones de fuerzas entre la “Coordinación Democrática” y nosotros era enorme y puede decirse que estábamos condenados a la derrota. Pero dimos la batalla que había que dar.
Dicen Nicolás Sartorius y Javier Alfaya: “La transición se hizo mediante un acuerdo con el sector `evolucionista´ del régimen por la sencilla razón de que la oposición nunca tuvo fuerza suficiente para derribar a la dictadura y provocar una revolución política que vaciara y depurara el Estado”/3. En realidad, lo que ocurrió se describe bien cambiando el orden de las frases: “La oposición nunca tuvo fuerza suficiente para derribar a la dictadura y provocar una revolución política que vaciara y depurara el Estado por la sencilla razón de que la transición se hizo mediante un acuerdo con el sector `evolucionista´ del régimen”.
VI

La aprobación de la Constitución en diciembre de 1978 consagró el triunfo de la “reforma” iniciada dos años antes por el gobierno Suárez y consensuada por todas las fuerzas parlamentarias, salvo el PNV; hay que recordar también que Francisco Letamendia, en el Parlamento, y Bandrés y Xirinacs, en el Senado, votaron en contra; ese fue también el voto de la Liga.

Este triunfo significó la derrota política de la “ruptura” y del movimiento social y político que había luchado por ella. No estábamos preparados para comprender una derrota como ésta.
Efectivamente, no se trataba de una desactivación o desagregación de la movilización: en los cuatro primeros meses de 1979 hubo 90 millones de horas de huelga; en 1978, ya con los Pactos de la Moncloa vigentes, fueron a la huelga 3.633.000 trabajadores, que realizaron 18 millones de jornadas de huelga/4. Los Pactos de la Moncloa no habían acabado con la combatividad de los trabajadores, pero había destrozado el proceso de politización masiva que siguió a la caída de la dictadura; este destrozo dejó el campo abierto para que el paro masivo desactivara a la mayoría del movimiento obrero en la etapa posterior.

Aún en esas condiciones, había un desarrollo considerable del movimiento feminista, una importante actividad sindical con un peso significativo de la izquierda en CC OO (en diciembre de 1977, una Conferencia Sindical de la Liga reunió en Madrid a más de 2.000 cuadros sindicales), un movimiento vecinal al que aún no le había llegado la cooptación de los ayuntamientos democráticos... Afrontamos también una durísima represión, crímenes policiales y fascistas (como el asesinato de Germán en los sanfermines de 1978) y había respuestas solidarias, etc. Pero esta combatividad social no fraguaba en conciencia y organización política; no conseguimos establecer la conexión entre una y otra. Y, sobre todo, por primera vez vivíamos en carne propia, un fenómeno que sólo parece fácil de entender en los libros: el proceso mediante el cual las relaciones de fuerzas sociales son primero suplantadas y después subordinadas por las instituciones de la democracia parlamentaria, especialmente, por las instituciones políticas y sociales de la izquierda. A partir de los Pactos de la Moncloa, el PSOE y el PCE dedicaron muchas energías y procedimientos innobles a marginar a las organizaciones a su izquierda; sólo lo consiguieron en parte, pero sin duda nos crearon muchísimas dificultades.
VII
Entender la diferencia entre una derrota y un fracaso es fundamental para construir una organización revolucionaria. La derrota puede ser, y es frecuentemente, la conclusión de una lucha necesaria; la tarea entonces es cómo continuar. El fracaso llega cuando se considera que la lucha fue un error o ya no tiene sentido; la consecuencia general es la desmoralización o el abandono.
La consolidación de la “reforma” fue una derrota. Pero muchos militantes lo vivieron como un fracaso. En el año 1979 todas las organizaciones revolucionarias sufrimos una crisis política que se llevó por delante en 1980 a las dos más numerosas: el PTE y la ORT. Resistimos el MC y la Liga, pero con una sangría militante fortísima: en muchos casos, parafraseando a Maiakovski, “la barca de la revolución se estrelló contra la vida cotidiana”.
Éste fue el período de mayor desorientación de la Liga. También en la IV había una grave confusión política (a la que hace referencia Bensaïd al final del capítulo VII). Hubo una mutua realimentación negativa en torno a una línea de propaganda obrerista, especialmente inadecuada en la situación concreta española.
La muestra mayor de esta confusión fue la campaña electoral de marzo de 1979 a la que concurrimos con llamamientos a un “gobierno de partidos obreros” que aplicara una política contra “los pactos y consensos”. Era una propuesta completamente abstracta, doctrinaria, tan ajena a la realidad como a la forma de hacer política de la Liga y, por otra parte, y afortunadamente, contradictoria con el compromiso militante cotidiano, siempre volcado a la acción, dentro de las movilizaciones.
La verdad es que no sabíamos bien qué hacer. Lo único que teníamos claro es que había que continuar.
VIII

Agravó esta situación la única experiencia de unificación fallida de la historia de la Liga.
En abril de 1979 entraron en la Liga un grupo de 300 militantes provenientes de una operación “entrista” en el PSOE y en la UGT, organizada por una de las corrientes de la IV Internacional, llamada Fracción Bolchevique. Nunca habíamos hecho “entrismo” y teníamos una opinión muy crítica sobre este tipo de prácticas, pero la IV estaba muy empeñada en la “unificación de los trotskistas” y pensamos que estos militantes se integrarían en la organización sin mayores problemas.

En realidad, el grupo venía a proseguir en la Liga su operación “entrista”. En una organización como la Liga, muy respetuosa de los derechos democráticos de las minorías y basada en la lealtad militante, los efectos de esta operación fueron devastadores. En una época ya muy difícil para el trabajo militante, pasamos unos meses en medio de una pesadilla trufada de maniobras internas aquí y allá. Cuando terminó, quedamos heridos, pero vacunados contra las unificaciones basadas en supuestos “acuerdos programáticos trotskistas”.
Creo que también se vio afectada la confianza política en la IV Internacional. En la nueva etapa que la Liga iba a iniciar en los años 80, la política de construcción del partido se hizo tomando distancias con la Internacional.
IX

Las esperanzas que nacieron de la revolución nicaragüense sobre un nuevo ciclo de luchas a escala internacional se vieron rápidamente truncadas: al mando de Reagan y Thatcher, la ofensiva del capitalismo neoliberal se inició en 1980 y obtuvo una victoria global en apenas una década.
Fueron tiempos extraordinariamente convulsos y duros, también en nuestro país. En la conmoción creada por el golpe de Tejero en febrero de 1981, el PSOE de Felipe González llegó al gobierno con ilusiones de cambio que rápidamente se transformaron en una política precursora del social-liberalismo: políticas económicas públicas al servicio de la “modernización capitalista”, “reconversión industrial”, OTAN+Comunidad Europea, privatizaciones, “cultura del pelotazo”, GAL..

Los logros se midieron no en conquistas sociales o políticas, sino en capacidad de resistencia, en no someterse. La “insumisión” fue no sólo el nombre de un movimiento social; también caracterizó la política y la moral de lo que llamamos entonces los “sectores activos”, la izquierda social y política.
La Liga emprendió una reorientación profunda, cuyo inicio podemos establecer en las primeras discusiones sobre la orientación del “Partido de los Revolucionarios”, a finales de 1979 y cuya conclusión fue la unificación con el Movimiento Comunista, en noviembre de 1991.

Es sabido que esta unificación tuvo un final desastroso pocos meses después. Por ello, existe el riesgo de juzgar esta “larga década” sólo por su resultado final o de tratar la historia de estos años como la realización de un destino fatal, que iría tomando cuerpo inexorablemente en cada uno de los acontecimientos vividos. Sucumbir a este riesgo sería equivocado respecto a la historia real, injusto con el valor militante contenido en ella y, sobre todo, significaría un tremendo desperdicio de ideas y experiencias muy valiosas. Sin duda, deben ser evaluadas críticamente, pero siguen constituyendo, en mi opinión, un esfuerzo de construcción de una organización revolucionaria, en condiciones en nada revolucionarias, que merece ser conocido, valorado y, quizás, utilizado ahora por militantes de la izquierda alternativa.

Cuando, todavía, no existe una documentación elaborada colectivamente sobre la historia de la Liga, es extraordinariamente difícil, o así me lo parece, elaborar una opinión personal fundamentada sobre este período, incluso pudiendo hacerlo extensamente. Hacerlo en unos pocos párrafos es una temeridad, en la que sólo puede aspirarse a salir decentemente del paso. Pero a estas alturas, me parece una temeridad inevitable; no sería serio escribir sobre “el trotskismo de la Liga” y despachar con una frase de circunstancias la parte más compleja de esa historia. Así que, terminaré con unos muy breves apuntes sobre cuatro elementos, de características muy diferentes, que a mi modo de ver tuvieron una influencia muy alta en el curso de los acontecimientos en esta fase: la orientación del “Partido de los Revolucionarios”; la política en los nuevos movimientos sociales; la separación de la LKI para constituir un “partido nacional soberano” en Euskadi y las relaciones con el MC.
El “Partido de los Revolucionarios” empezó a gestarse a finales de 1979 y constituyó un cambio de rumbo en el proyecto político de la Liga y, especialmente, en la percepción de su propio papel en la construcción de una organización revolucionaria. Su contenido básico puede resumirse así: el partido revolucionario debía ser construido en común por corrientes revolucionarias, con diferentes ideologías y valoraciones de la historia, pero con un acuerdo sobre las “tareas centrales” de la revolución; el carácter democrático de la organización aseguraría un debate pluralista en el que, a medio y largo plazo, se podrían llegar a acuerdos más profundos sobre temas de estrategia y programa o, si no, a asegurar una convivencia pluralista entre distintos puntos de vista.

En parte, el “Partido de los Revolucionarios” fue una reacción frente al desastre de la “unificación del movimiento trotskista” que habíamos sufrido en la etapa anterior. Pero sólo en parte. En realidad, la “unidad trotskista” fue un “desvío” en la trayectoria de la LCR y la “unidad de los revolucionarios” suponía más bien recuperar y reformular la trayectoria tradicional de la organización.

La principal, y mas problemática, novedad era la relativización del valor de lo que se llamaba “ideología y valoración de la historia” de las organizaciones revolucionarias, una expresión bastante ambigua y, de alguna manera, podía derivar a cuestiones de fondo para una organización como la LCR, en la que la “continuidad histórica” formaba parte de su compromiso militante y de su identidad.

Inicialmente, esta relativización se refería solamente a las condiciones de una posible unificación con otras organizaciones revolucionarias. Pero con el paso del tiempo, se fue acentuando. Por ejemplo, así se explicaba la orientación de la Liga, en una “carta abierta” dirigida en diciembre de 1985 a la redacción de la revista Mientras Tanto: “Como producto de la crisis de la izquierda, vivimos una época de saturación de alternativas, de grandes proyectos generales, de espera de la gran iluminación que nos revelará la salida del laberinto. Hemos dejado de creer en estas cosas. Sólo con criterios pragmáticos podemos encontrar terreno de trabajo común entre las diferentes corrientes revolucionarias. Y sólo sobre la base de este trabajo común podrán sostenerse acuerdos programáticos sólidos, en los que no conviene ir mas deprisa que la propia experiencia”/5.
La expresión “hemos dejado de creer en estas cosas” puede interpretarse de muchas maneras, pero incluso la más benevolente, mostraría una clara toma de distancias respecto al “bagaje político” de la organización. Además, en las frases citadas hay además una rotunda afirmación de pragmatismo, que parece situar muy abajo el nivel de “acuerdos programáticos” necesarios para emprender la construcción común de una organización.

La Liga discutió mucho, interna y públicamente, sobre esta orientación y podemos encontrar diferentes formulaciones según las personas y los momentos. Pero, en mi opinión, hubo una sustancia común, que expresó en nuestro país un problema que afectó a toda la izquierda revolucionaria desde los años 80 y que sólo muy recientemente parece empezar a superarse: Daniel Bensaïd lo llama “el eclipse de la razón estratégica”. Creo que el Partido de los Revolucionarios significó un proyecto de construir una organización revolucionaria sin estrategia, considerando que ésta sería elaborada en una indefinida etapa posterior, dentro de la organización unificada. El sentido de la organización sería la acción y los acuerdos en torno a ella. Era un proyecto débil que no se expresó como tal porque la LCR lo envolvió en un tremendo esfuerzo activista, luchando día a día y palmo a palmo por la existencia de la organización, ganándose su lugar, que fue siempre útil y en muchos casos imprescindible, en las luchas de resistencia, particularmente entre las y los nuevos militantes jóvenes.

La política en los “nuevos movimientos sociales” fue, en realidad, la base de la política, y hasta de la vida de la LCR en esta etapa. Hubo sobradas razones para ello. Efectivamente, el movimiento feminista, el ecologismo, el pacifismo, el antimilitarismo... por su propia actividad y dentro del espacio común del movimiento antiOTAN, fueron el motor y la expresión de la resistencia social y política, y promovieron un cuestionamiento de las tradiciones de la izquierda y el planteamiento de nuevos problemas y propuestas. El movimiento obrero, debilitado socialmente por el paro, y políticamente por la institucionalización de los sindicatos mayoritarios y la profesionalización de gran parte de los cuadros sindicales que habían protagonizado la lucha contra el franquismo, perdió su papel de referente, tras las derrotas de las luchas contra la reconversión industrial. La izquierda sindical y numerosas, aunque aisladas, luchas radicales fueron su principal aportación a la resistencia.
La Liga dedicó todo su empeño a la construcción de esos movimientos y mantuvo una posición atenta y abierta a las ideas que nacían en ellos. Algunos de los textos más interesantes de la historia de la organización se escribieron entonces/6 y sigue siendo útil releerlos ahora.

Es normal, y fue saludable, que esta agitación de nuevas ideas y experiencias desestabilizara las bases políticas de la Liga. A mi parecer, el problema no estuvo en los cuestionamientos, ni siquiera en las revisiones o la adopción de nuevas ideas por empatía hacia los movimientos, a veces, sin suficiente reflexión. El problema no fue, en definitiva, el esfuerzo que dedicamos a cambiar, sino su articulación con lo que había que “conservar”, dentro del imprescindible proceso autocrítico sobre nuestro patrimonio político. Pongo la palabra “conservar” entre comillas, porque no debe entenderse como el atrincheramiento en una supuesta ortodoxia que, especialmente en aquella situación, nos habría convertido en una secta. “Conservar” significa en este caso estudiar y debatir sobre el bagaje de la organización y de la IV con sentido “ecológico”, salvando todo lo que estaba vivo, reciclando siempre que era posible. Evitando en fin, la presión que existía por “empezar de cero”: en realidad, “siempre se recomienza por un punto medio”, como dice Gilles Deleuze, en una frase que cita frecuentemente Daniel Bensaïd.

Es cierto que en esta etapa hubo una gran atención a las tareas de formación y éstas se basaban en el marxismo de nuestra corriente, pero pienso que esta actividad se situaba a bastante distancia de la práctica militante. Y entonces la práctica lo llenaba “todo”. Esa desestabilización afectó especialmente a la comprensión del papel de la organización política revolucionaria en los movimientos sociales. Las y los militantes trabajaban como organizadores leales de los movimientos, en muchos casos con responsabilidades importantes y con capacidad contrastada para proponer iniciativas y asumir las tareas que correspondieran para su realización. Pero, ¿cuál era el sentido de una organización política revolucionaria para los movimientos sociales, más allá de su utilidad para las cuestiones de la práctica inmediata y los medios materiales que la organización podía aportar? Las relaciones conflictivas entre lo “social” y lo “político”, y la necesidad de crear “nuevas formas de hacer política” se empezaron a manifestar entonces con toda su crudeza. Creo que no conseguimos respuestas satisfactorias. Veinte años después sigue siendo una cuestión muy problemática y confusa, quizás el principal desafío teórico y práctico para la izquierda alternativa.

En 1989, las organizaciones de la LCR en Euskadi y Catalunya se constituyeron como partidos independientes y soberanos, manteniendo órganos comunes con la LCR y con la participación regular de una delegación de la LCR en organismos y reuniones de los nuevos partidos. La motivación política de estas decisiones incluía cambios importantes, en especial, una reconsideración profunda de la cuestión nacional, que incluyó el apoyo a la independencia, y del carácter “nacional” de las organizaciones respectivas. Más allá de lo que pueda opinarse sobre estas motivaciones y las decisiones organizativas que conllevaron, lo que estaba muy claro es que la situación y la actividad política en Euskadi y Catalunya tenía características específicas que, especialmente en condiciones de baja actividad de la izquierda social y política a nivel estatal, determinaban el trabajo de la izquierda revolucionaria.

El balance general de estas decisiones es muy complejo y no pretendo ni remotamente referirme a él. Sólo quiero destacar un aspecto que creo que tuvo mucha influencia en el curso posterior de los acontecimientos. La existencia de órganos comunes a nivel estatal podía entenderse como un gesto amistoso de “política exterior” o como un compromiso militante basado en una alta valoración de las tareas comunes, presentes y futuras. En el caso de Euskadi, de LKI, creo que fue solamente un gesto amistoso y de solidaridad material, que expresaba en realidad un debilitamiento y una desvalorización del patrimonio político común. Creo que la separación de la LKI fue sentida ampliamente en la LCR como una pérdida. En aquellos momentos, probablemente las cosas no podían haber ido de otra manera. Y el patrimonio de ideas y de historia que, pese a todo, se mantenía quizás podría haber llevado con el tiempo a una re-aproximación política. Pero el curso de los acontecimientos dejó esta posibilidad sin realizar.

Las relaciones con el MC habían tenido un cierto papel en la política de la Liga desde finales de los años 70, con algunas experiencias de acción unitaria y numerosos conflictos y desencuentros. Cuando se adoptó la orientación del “Partido de los Revolucionarios” era evidentemente que, en algún momento, había que “explorar” las posibilidades de unificación con la organización con la que coincidíamos, en unas relaciones complejas de colaboración y competencia, en prácticamente todas las acciones y movimientos.
Desde 1985, la unificación con el MC fue, con avances y retrocesos, el eje del trabajo de la LCR. Es importante resaltar la fecha: el proceso duró seis años. Entre las críticas que se le pueden hacer no está, desde luego, la improvisación. Y para analizar seriamente el proceso hay que trabajar mucho, recordar, repensar y releer una extensa documentación y relacionar el proceso con los acontecimientos del “desorden internacional” que caracterizó aquellos tiempos. Aquí voy a referirme solamente a un aspecto de la experiencia: cómo el objetivo de la unificación acabó imponiéndose como su contenido político fundamental y eso fue, precisamente, lo que permitió la unificación.

Durante la mayor parte del proceso, el método de unificación respondió en líneas generales a la orientación original del “Partido de los Revolucionarios”, es decir: mejorar el conocimiento mutuo de las dos organizaciones y de su evolución ideológica y teórica; potenciar los acuerdos en la acción; y discutir abiertamente buscando un acuerdo de “tareas centrales” para la construcción de una organización política revolucionaria. Las relaciones entre las organizaciones fueron, en general, mejorando, las coincidencias prácticas eran muy altas, pero los debates mostraban desacuerdos muy importantes. A comienzos de 1990, la presión y el deseo de la unificación era muy grande en la mayoría de los militantes de la Liga: los desacuerdos sobre las “tareas centrales” se mostraban como un obstáculo, en realidad, “el” obstáculo. ¿Tenían en realidad la importancia que le estábamos dando?

Para tratar de comprender la situación, creo que hay que recordar la situación internacional de entonces. Acababa de caer el Muro de Berlín. Las ilusiones sobre la posibilidad de que la crisis de las burocracias diera nacimiento a movimientos anticapitalistas capaces de realizar una “revolución política” y reemprender la construcción del socialismo se desvanecieron en pocos meses. En realidad, para la IV, éstos no eran sueños o ilusiones o pronósticos (entonces se dijo: “nos hemos equivocado en el pronóstico, pero no en el diagnóstico”; era una forma brillante de eludir el problema): estaban en el núcleo mismo del sentido de su combate. Terminaba una época. “Hemos perdido las certezas, sólo nos queda la esperanza”: las palabras escritas muchos años antes por Ernst Bloch sonaban ahora proféticas.
En estas condiciones, surgió en Euskadi un cambio radical del enfoque de la unificación: “anteponer a la discusión, entendida como contraste de los respectivos “bagajes” partidarios, la aproximación de los partidos, esto es la realización de una experiencia que permitiese ir constituyendo un patrimonio común”/7. Ésta fue la primera muestra de esa conversión de la propia unificación en su “contenido político fundamental” a la que me referí anteriormente. Este mecanismo organizativo avanzó rápidamente y culminó en la unificación de las dos organizaciones en marzo de 1991.

Es obvio que lo que se consideró un éxito del “método vasco” influyó en que la LCR y el MC retomaran su proceso de unificación con una orientación similar. Pero nuestra decisión fue el resultado de una reflexión y una discusión propias que, además, introdujo algunas modificaciones respecto al proceso de Euskadi. En concreto, aquí se hizo un debate para llegar a resoluciones de consenso sobre temas políticos y organizativos de fondo.
También, se debatió y se elaboró una explicación sobre uno de las condiciones más difíciles de la unificación: la desafiliación de la IV Internacional. Escribimos que: “la desafiliación no implica para nosotros un cambio en las concepciones sobre el internacionalismo que hemos mantenido, ni en nuestra valoración de la IV Internacional. Sin la unificación con el MC mantendríamos nuestra militancia en ella”/8. Existía además el compromiso de la organización unificada de mantener “relaciones regulares” con la IV, lo cual podría ser una contribución, “un desafío”, dijimos, a la política de reagrupamientos adoptada por el XII Congreso Mundial.
No cabe duda de que nos creíamos todo aquello. Pero el interés del MC por la IV en cualquier aspecto era menos que mínimo. Y, sobre todo, creo que, para una parte considerable de los militantes de la LCR, las razones programáticas para la militancia en la IV estaban ya más en el pasado que en el presente.
El presente, y las esperanzas de futuro, estaban en la unificación. Así se manifestó en el espectacular Congreso de noviembre de 1991, en el Palacio de Congresos de Madrid, con 1.700 militantes entusiastas. Allí terminó la historia de la Liga.

Unos meses después, todo se derrumbó. La organización unificada fue una experiencia tan destructiva como estéril. No queda de ella ninguna idea, iniciativa, experiencia, texto... que tenga algún interés, algo positivo. Nada de nada. Salvo una pregunta: ¿por qué?

Buscar respuestas a esa pregunta es una tarea difícil. No sólo hay que releer y repensar, volver a avivar la memoria...; hay sobre todo que hablar, contrastar opiniones, revisarlas, buscar opiniones compartidas, convivir con opiniones distintas.

Es difícil, pero creo que es una deuda: con nosotras y nosotros mismos, que hicimos esa historia y que debemos saberla terminar como un capítulo de lucha por la revolución, al que seguirán otros; con la gente de la IV que fuera de nuestro país nos acompañaron entonces, con un afecto y un respeto a la Liga que impresiona todavía hoy, y que todavía se preguntan, y nos preguntan, qué ocurrió; con las y los militantes jóvenes que sienten que aquella experiencia también les pertenece.
(Continuará)

Notas

1/ Este artículo, escrito por Ernest Mandel fue publicado como editorial de la revista Quatrième Internationale en enero de 1971. Viento Sur nº 84, enero 2006, www.vientosur.info lo ha reproducido con una introducción en la que me he basado para escribir este punto.
2/ Escribí un artículo con el nombre de “La razón izquierdista”en Viento Sur nº 54, diciembre 2000. Me he basado en él para escribir este punto.
3/ Sartorius, N y Alfaya, J (1999). La memoria insumisa, Madrid, Espasa, p. 169.
4/ Setién, J. (2000). “Movimiento obrero y transición” en Viento Sur nº 54, p. 75.
5/ Romero, M (1985). “Carta a la redacción de Mientras Tanto”. Inprecor nº 46.
6/ Entre otros, VIII Congreso de la LCR (1989). Resolución sobre el feminismo. Prat, E (1990). “Crítica de la energía nuclear y alternativas energéticas”. Inprecor nº 79. Pastor, J. (1991). “Los nuevos movimientos sociales y la acción política”. Inprecor nº 84.
7/ Comité Nacional de LKI, “Informe sobre las relaciones EMK-LKI”. 19 de mayo de 1990.
8/ Comité Central de la LCR. “Internacionalismo e internacional en el proyecto de unificación con el MC”. 9 de diciembre de 1990.

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