Josep Maria Antentas (*) || publico.es
Tras unos días de incertidumbre y de síntomas de marcha atrás por parte del Gobierno de Mas, el renovado compromiso de las fuerzas proconsulta, junto al de la mayoría de alcaldes, mantiene con vida la convocatoria del 9-N. El primer obstáculo se sorteó. Queda ahora una carrera cuesta arriba en que, a cada nueva dificultad, las tentaciones de frenar y desviar la ansias democráticas del pueblo catalán hacia unas elecciones anticipadas serán permanentes.
“Es la hora de la política”, se ha escuchado con frecuencia en las últimas semanas. Sin duda. Pero ello no debería interpretarse como la hora de la transferencia de la iniciativa política desde la calle a la gestión institucional. En estas semanas decisivas, más que nunca, la presión social por seguir adelante va a resultar crucial. La clave del éxito de todo el proceso desde el 2012 es que no han sido las fuerzas políticas parlamentarias y, aún mucho menos el Gobierno de Mas, quienes han controlado la agenda y los tempos.
Mas pidió, de forma fallida, en noviembre de 2012 obtener una “mayoría excepcional” para gestionar el proceso soberanista. En realidad, la ausencia de dicha mayoría ha sido positivamente determinante. Un Gobierno catalán débil ha sido la mejor garantía para que el proceso no se viera truncado por ninguna agenda partidaria. El complejo equilibrio de negociaciones entre partidos bajo la presión de un sostenido movimiento de masas, al final, permitió llegar hasta aquí.
El Gobierno de Mas tiene, en realidad, poco margen de maniobra. Su opción preferida es ir hacia unas elecciones “plebiscitarias” como sustituto de la Consulta. Pero convocarlas sin un acuerdo con ERC para algún tipo de candidatura conjunta lo aboca a una derrota casi segura.
Mas se siente incómodo con una lógica de desobediencia institucional a la que se ve empujado a regañadientes, aunque, paradójicamente, tiene muy poco que perder aguantando el tipo hasta el final. Demostrar una firme voluntad de organizar la consulta es, en realidad, su última oportunidad para intentar frenar el declive irreversible de Convergencia. Un presidente mitad héroe, mitad mártir, sería una excelente carta de presentación para intentar un punto de inflexión electoral hacia arriba en lo que hasta ahora parece un hundimiento inexorable.
Inversamente a los temores iniciales tras la manifestación del 11-S de 2012, el proceso soberanista no ha sido capitalizado por CiU. Al contrario, ésta ha entrado en un proceso de declive prolongado bajo el peso de su desgaste por las políticas de austeridad y los escándalos de corrupción y de las dudas que ha suscitado su compromiso con el proceso independentista.
Los tiempos en que CiU equivalía a Catalunya, en que el partido encarnaba la nación, se desvanecieron para no volver. “Es sólo que nadie sabe, cariño, donde el amor se va. Pero cuando se va, se ha ido, se ha ido”, cantaba Bruce Springsteen en When You’re Alone en su álbum Tunnel of Love (1987). Lo mismo pasa con los votos: cuando se van, se van. Lo mismo pasa con la credibilidad política: cuando se va, se va.
CiU siente, sin duda, nostalgia de un futuro que no será, evaporado en un presente que ya no es esclarecido por un pasado que pronto se convertirá en una petrificación museística y en un cada vez más lejano e inocuo recuerdo. La aparente historia interminable de la hegemonía de CiU terminó. Casi de forma imprevista. Casi sin darnos cuenta. Casi sin esperarlo.
El sistema de partidos catalán se ha visto atenazado por la doble presión, desacoplada y a veces opuesta, del movimiento independentista y del 15-M (y todos sus derivados posteriores). El resultado es una crisis galopante de los tres partidos que se asocian a los recortes, la corrupción y a las grandes decisiones que han marcado la política catalana y española durante los últimos 40 años: CiU, PSC y PP. El primero favorable al proceso de transición nacional. Los dos últimos, acérrimos opositores. El correlato de ello es el ascenso de aquellas fuerzas que, con razón o equivocadamente, son percibidas como nuevas o, al menos, como ajenas a las políticas que nos han conducido hasta aquí.
La preeminencia del debate independentista sobre las resistencias a las políticas de austeridad explica la consolidación de ERC como nueva alternativa dominante, una fuerza que juega fuera de las reglas en el terreno nacional, pero absolutamente dentro de las mismas en el terreno económico.
Sin duda, el reto desde el punto de vista de quienes queremos decidir sobre todo, de quienes queremos salir de la presente encrucijada con un cambio de modelo político y social democrático e igualitario es bastir una nueva alternativa soberanista y antiausteridad que pueda pesar decisivamente en la política catalana ante el binomio Convergencia-ERC. Sin ello, todo el potencial democrático que transpira el debate sobre la independencia puede evaporarse sin remisión, condenándonos a deambular en un resistencialismo impotente en un periodo donde la falta de victorias sociales tarde o temprano empezará a hacer mella.
El trecho a recorrer de aquí al 9-N resulta imprevisible. De poco sirven los intentos de pronósticos. Pero una cosa es clara: mantener los preparativos de la Consulta es lo único que permanece inequívocamente fiel al clamor expresado el pasado 11-S. La desobediencia institucional al Tribunal Constitucional es simplemente la otra cara de la obediencia al sentir mayoritario de la sociedad catalana. El “mandar obedeciendo” zapatista, obedeciendo a la voluntad popular, aparece ahí como una exigencia ineludible.
El problema de unas elecciones “plebiscitarias” es claro: tienen menos legitimidad que una Consulta, mezclan el debate sobre la independencia con las diferentes opciones de sociedad, y relegan todas las demás cuestiones que cruzan la sociedad catalana (recortes, servicios públicos, empleo…) a un segundo plano que sólo beneficia a quienes hoy detentan el poder económico y político.
Unas elecciones “plebiscitarias” servirían para fomentar la capitalización partidaria del proceso soberanista por parte de Convergencia y Esquerra, cuya relación de competencia-colaboración no está clara qué forma puede tomar si se precipitan una elecciones que ERC no quiere, sabedora que no llegó aún al cénit de su sostenido ascenso.
Los estrategas de Convergencia hace tiempo que acarician la idea de refundar su espacio político en declive forjando algún tipo de alianza con ERC en pos de la construcción de un nuevo gran partido nacionalista catalán. Agotada la función histórica de Convergencia y terminada su hegemonía electoral, sólo queda esta huida hacia adelante.
ERC como partido no tiene nada que ganar aliándose con Convergencia. Aún tiene camino por recorrer ella sola. Pero al mismo tiempo sabe que no puede gobernar ni pilotar un proceso de independencia en solitario. La razón de partido puede chocar ahí con la razón de “Estado”. Las presiones para una lista “unitaria” de partidos y de la “sociedad civil” puede ser enorme y, quizás, insorteable.
El 9-N no sólo se dirime la posibilidad del pueblo catalán de decidir su futuro y su relación respecto al Estado español. Hay mucho más en liza que la discusión sobre la independencia de Catalunya. Está en juego el modelo de democracia en el Estado español. Si el 9-N hay Consulta el Estado español será un país más democrático y las grietas en el armazón del Régimen se ahondarán.
Será la primera gran derrota de Rajoy, abriendo la puerta a la siguiente. Una buena noticia para quienes se oponen al vaciado por dentro de los mecanismos democráticos más elementales que las políticas de austeridad del PP-PSOE han conllevado.
El 9-N se dilucida también el pulso soterrado en Catalunya entre quienes han defendido una gestión institucional desde arriba y controlada del derecho a decidir y quienes lo concebimos como un primer paso para una democratización general del sistema político y de la sociedad. Como un punto de partida hacia un horizonte constituyente en el que sople con fuerza toda la energía que, desde el 15-M a la exigencia de la Consulta, ha electrizado a una sociedad que, lejos de resignarse, está dispuesta a seguir peleando por un futuro mejor.
(*) Josep Maria Antentas Profesor de Sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)
Tras unos días de incertidumbre y de síntomas de marcha atrás por parte del Gobierno de Mas, el renovado compromiso de las fuerzas proconsulta, junto al de la mayoría de alcaldes, mantiene con vida la convocatoria del 9-N. El primer obstáculo se sorteó. Queda ahora una carrera cuesta arriba en que, a cada nueva dificultad, las tentaciones de frenar y desviar la ansias democráticas del pueblo catalán hacia unas elecciones anticipadas serán permanentes.
“Es la hora de la política”, se ha escuchado con frecuencia en las últimas semanas. Sin duda. Pero ello no debería interpretarse como la hora de la transferencia de la iniciativa política desde la calle a la gestión institucional. En estas semanas decisivas, más que nunca, la presión social por seguir adelante va a resultar crucial. La clave del éxito de todo el proceso desde el 2012 es que no han sido las fuerzas políticas parlamentarias y, aún mucho menos el Gobierno de Mas, quienes han controlado la agenda y los tempos.
Mas pidió, de forma fallida, en noviembre de 2012 obtener una “mayoría excepcional” para gestionar el proceso soberanista. En realidad, la ausencia de dicha mayoría ha sido positivamente determinante. Un Gobierno catalán débil ha sido la mejor garantía para que el proceso no se viera truncado por ninguna agenda partidaria. El complejo equilibrio de negociaciones entre partidos bajo la presión de un sostenido movimiento de masas, al final, permitió llegar hasta aquí.
El Gobierno de Mas tiene, en realidad, poco margen de maniobra. Su opción preferida es ir hacia unas elecciones “plebiscitarias” como sustituto de la Consulta. Pero convocarlas sin un acuerdo con ERC para algún tipo de candidatura conjunta lo aboca a una derrota casi segura.
Mas se siente incómodo con una lógica de desobediencia institucional a la que se ve empujado a regañadientes, aunque, paradójicamente, tiene muy poco que perder aguantando el tipo hasta el final. Demostrar una firme voluntad de organizar la consulta es, en realidad, su última oportunidad para intentar frenar el declive irreversible de Convergencia. Un presidente mitad héroe, mitad mártir, sería una excelente carta de presentación para intentar un punto de inflexión electoral hacia arriba en lo que hasta ahora parece un hundimiento inexorable.
Inversamente a los temores iniciales tras la manifestación del 11-S de 2012, el proceso soberanista no ha sido capitalizado por CiU. Al contrario, ésta ha entrado en un proceso de declive prolongado bajo el peso de su desgaste por las políticas de austeridad y los escándalos de corrupción y de las dudas que ha suscitado su compromiso con el proceso independentista.
Los tiempos en que CiU equivalía a Catalunya, en que el partido encarnaba la nación, se desvanecieron para no volver. “Es sólo que nadie sabe, cariño, donde el amor se va. Pero cuando se va, se ha ido, se ha ido”, cantaba Bruce Springsteen en When You’re Alone en su álbum Tunnel of Love (1987). Lo mismo pasa con los votos: cuando se van, se van. Lo mismo pasa con la credibilidad política: cuando se va, se va.
CiU siente, sin duda, nostalgia de un futuro que no será, evaporado en un presente que ya no es esclarecido por un pasado que pronto se convertirá en una petrificación museística y en un cada vez más lejano e inocuo recuerdo. La aparente historia interminable de la hegemonía de CiU terminó. Casi de forma imprevista. Casi sin darnos cuenta. Casi sin esperarlo.
El sistema de partidos catalán se ha visto atenazado por la doble presión, desacoplada y a veces opuesta, del movimiento independentista y del 15-M (y todos sus derivados posteriores). El resultado es una crisis galopante de los tres partidos que se asocian a los recortes, la corrupción y a las grandes decisiones que han marcado la política catalana y española durante los últimos 40 años: CiU, PSC y PP. El primero favorable al proceso de transición nacional. Los dos últimos, acérrimos opositores. El correlato de ello es el ascenso de aquellas fuerzas que, con razón o equivocadamente, son percibidas como nuevas o, al menos, como ajenas a las políticas que nos han conducido hasta aquí.
La preeminencia del debate independentista sobre las resistencias a las políticas de austeridad explica la consolidación de ERC como nueva alternativa dominante, una fuerza que juega fuera de las reglas en el terreno nacional, pero absolutamente dentro de las mismas en el terreno económico.
Sin duda, el reto desde el punto de vista de quienes queremos decidir sobre todo, de quienes queremos salir de la presente encrucijada con un cambio de modelo político y social democrático e igualitario es bastir una nueva alternativa soberanista y antiausteridad que pueda pesar decisivamente en la política catalana ante el binomio Convergencia-ERC. Sin ello, todo el potencial democrático que transpira el debate sobre la independencia puede evaporarse sin remisión, condenándonos a deambular en un resistencialismo impotente en un periodo donde la falta de victorias sociales tarde o temprano empezará a hacer mella.
El trecho a recorrer de aquí al 9-N resulta imprevisible. De poco sirven los intentos de pronósticos. Pero una cosa es clara: mantener los preparativos de la Consulta es lo único que permanece inequívocamente fiel al clamor expresado el pasado 11-S. La desobediencia institucional al Tribunal Constitucional es simplemente la otra cara de la obediencia al sentir mayoritario de la sociedad catalana. El “mandar obedeciendo” zapatista, obedeciendo a la voluntad popular, aparece ahí como una exigencia ineludible.
El problema de unas elecciones “plebiscitarias” es claro: tienen menos legitimidad que una Consulta, mezclan el debate sobre la independencia con las diferentes opciones de sociedad, y relegan todas las demás cuestiones que cruzan la sociedad catalana (recortes, servicios públicos, empleo…) a un segundo plano que sólo beneficia a quienes hoy detentan el poder económico y político.
Unas elecciones “plebiscitarias” servirían para fomentar la capitalización partidaria del proceso soberanista por parte de Convergencia y Esquerra, cuya relación de competencia-colaboración no está clara qué forma puede tomar si se precipitan una elecciones que ERC no quiere, sabedora que no llegó aún al cénit de su sostenido ascenso.
Los estrategas de Convergencia hace tiempo que acarician la idea de refundar su espacio político en declive forjando algún tipo de alianza con ERC en pos de la construcción de un nuevo gran partido nacionalista catalán. Agotada la función histórica de Convergencia y terminada su hegemonía electoral, sólo queda esta huida hacia adelante.
ERC como partido no tiene nada que ganar aliándose con Convergencia. Aún tiene camino por recorrer ella sola. Pero al mismo tiempo sabe que no puede gobernar ni pilotar un proceso de independencia en solitario. La razón de partido puede chocar ahí con la razón de “Estado”. Las presiones para una lista “unitaria” de partidos y de la “sociedad civil” puede ser enorme y, quizás, insorteable.
El 9-N no sólo se dirime la posibilidad del pueblo catalán de decidir su futuro y su relación respecto al Estado español. Hay mucho más en liza que la discusión sobre la independencia de Catalunya. Está en juego el modelo de democracia en el Estado español. Si el 9-N hay Consulta el Estado español será un país más democrático y las grietas en el armazón del Régimen se ahondarán.
Será la primera gran derrota de Rajoy, abriendo la puerta a la siguiente. Una buena noticia para quienes se oponen al vaciado por dentro de los mecanismos democráticos más elementales que las políticas de austeridad del PP-PSOE han conllevado.
El 9-N se dilucida también el pulso soterrado en Catalunya entre quienes han defendido una gestión institucional desde arriba y controlada del derecho a decidir y quienes lo concebimos como un primer paso para una democratización general del sistema político y de la sociedad. Como un punto de partida hacia un horizonte constituyente en el que sople con fuerza toda la energía que, desde el 15-M a la exigencia de la Consulta, ha electrizado a una sociedad que, lejos de resignarse, está dispuesta a seguir peleando por un futuro mejor.
(*) Josep Maria Antentas Profesor de Sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)
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