Brais Fernández | Público
Integrante del secretariado de
redacción de Viento Sur
Se acerca el cuarenta aniversario del 25 de abril y es un buen momento para destacar algunos puntos de la llamada “(pen) última revolución de Europa”. Ese día un levantamiento militar acababa con la dictadura derechista que había gobernado Portugal durante 48 años, bajo la denominación de “Estado novo”. El gobierno de Marcello Caetano (el cual se exilia en Brasil, donde fallece en 1980 sin ser juzgado), sucesor del sempiterno Salazar, era desalojado del poder al ritmo del ya célebre “Grandola Vila Morena”. Se abre así el periodo conocido como la “revolución de los claveles”.
Puede ser útil colocar a la revolución portuguesa en el contexto político internacional en el cual se desarrolla. En todo el mundo había “un gran desorden bajo el cielo”. La crisis de 1973 golpeaba el proceso de acumulación capitalista. Las revoluciones coloniales culminaban en procesos de independencia, donde se ensayaban otros modelos de construcción política y las relaciones entre países, no sin dramas y con muchos sueños frustrados. En Europa, la onda larga de agitación anti-sistémica que comienza en el 68 se expresa en una puesta en cuestión del modelo de desarrollo imperante que busca nuevas formas de entender y construir la democracia. Todas estas cuestiones influyen decisivamente en Portugal, si bien las desigualdades centro- periferia no solo se expresaban en el desarrollo económico sino también en la posición política de partida. Mientras que en los países del centro europeo se cuestionaba un modelo democrático basado en la integración de amplios sectores de las clases subalternas pero incapaz de satisfacer muchas de las necesidades de los trabajadores, mujeres y jóvenes, en los países del sur (Grecia, Estado Español, Portugal) el hilo de las resistencias está fuertemente condicionado por la lucha contra unas dictaduras que representan los intereses de una casta militar, religiosa y empresarial minoritaria pero que domina toda la estructura del Estado.
Portugal vivió durante las décadas de los sesenta y setenta un proceso de desarrollo económico relativamente potente, similar al español, aunque menos explosivo. Para un sector de la burguesía, era necesario acelerar la conexión económica y política con Europa, un proceso de homologación que vinculara a Portugal al espacio europeo, y que a la par actualizara las formas de gestión del poder político, buscando vías de integración de las clases subalternas que no alteraran la estructura de propiedad, pero que permitieran ciertas libertades y espacios para organizar el disenso. Otro sector sin embargo se aferraba a los mecanismos de dominación del estado corporativo, con una postura inmovilista muy marcada por su dependencia de los mercados coloniales y su temor a ser absorbido por los capitales extranjeros.
Por abajo, una incipiente movilización del mundo del trabajo y del área estudiantil aparece en la vida del país paralelamente al desarrollo económico. Desde finales de los sesenta, un nuevo movimiento obrero se forma a través de la movilización, fundándose la Intersindical, embrión de lo que sería la futura CGTP (IN), principal sindicato de Portugal. En 1973, más de cien mil trabajadores participan en huelgas. Se suceden las ocupaciones de facultades y las luchas de los estudiantes de enseñanza media. El Partido Comunista Portugués es, durante los años de la resistencia a la dictadura, la organización hegemónica a nivel de implantación popular, aunque progresivamente surge una izquierda radical que introduce nuevas temáticas y perspectivas, y que, pese a no alcanzar los niveles del PCP, es capaz de dialogar e implantarse en medios obreros y estudiantiles.
Con todo, no podemos olvidar que toda la vida social en Portugal estaba marcada por un duro conflicto armado que tenía como objetivo mantener las colonias africanas ( Angola, Mozambique, Guinea, Cabo Verde y Santo Tomé y Príncipe), implicando directamente para ello al 10 % de la población activa. Un conflicto sufrido por las clases populares y por los países colonizados, pero que también erosionaba el papel dominante de la casta gobernante, empeñada en resolver el conflicto colonial desde un punto de vista militar, opción que sobrepasaba a un país del tamaño y recursos de Portugal, y sin duda, fuera de época en un contexto donde la descolonización era un proceso irreversible a nivel global.
Este precario equilibrio entre fuerzas sociales antagónicas instaura la sensación de “fin de ciclo” en la sociedad portuguesa. Desde principios de los setenta, la clase dominante ya no podía gobernar como hasta ese momento y a la vez, las clases dominadas no aceptaban seguir gobernadas de la misma forma. La acumulación de contradicciones internas abría paso a una crisis de régimen, que solo necesitaba de un detonante para estallar y abrir el camino para que las masas populares intervinieran activamente en la política nacional.
El 25 de abril de 1974, un sector significativo del ejército portugués lleva a cabo la destitución del gobierno dictatorial de Marcello Caetano. Estos oficiales, organizados en el MFA (Movimiento de las fuerzas armadas) abren así una crisis en los aparatos del estado pero su acción desata toda la energía y ansias de libertad latentes en el pueblo portugués. La situación se vuelve compleja. Se abre el llamado “proceso revolucionario en curso”, donde las clases, tendencias políticas y diferentes concepciones de sociedad batallan por convertir su proyecto particular en un proyecto de país para el conjunto de la sociedad. Esa confusión y esos intereses contrapuestos también atraviesan al MFA, dividido entre sectores continuistas vinculados a Spínola (primer jefe de gobierno tras la caída del régimen) y otros más vinculados a los movimientos populares y a la izquierda que buscaba organizar una transición al socialismo, como el mítico Otelo Saraiva de Carvalho. A pesar de la importancia del MFA, su papel está condicionado por su nexo con las masas revolucionarias, pero también por las presiones que sufría de la burguesía: por dar un dato significativo, solo 400 de los 4000 oficiales que por aquel entonces tenía el ejército portugués pertenecían orgánicamente al MFA. Los militares fueron la vanguardia que inició la revolución portuguesa, pero sin duda respondían a un movimiento de cambio mucho más profundo que subyacía en la sociedad.
Sin duda lo más fascinante que abre el 25 de abril es el proceso de autoorganización popular posterior, magníficamente narrado por Raquel Varela en “Historia do Povo na revoluçao portuguesa” (no disponible todavía en castellano). Aparece el movimiento de “moradores” (vecinos que ocupan viviendas y gestionan la vida en los barrios). Surgen las comisiones de trabajadores (CT) que se organizan de forma autónoma implicando a diferentes sectores productivos, y que se configuran como espacio unitario de los obreros más allá de las diferentes tendencias políticas, realizando experimentos de autogestión contra la propiedad privada. La banca es nacionalizada por los mismos trabajadores y al gobierno no le queda más remedio que sancionar esta acción. Los soldados no son inmunes a este proceso de empoderamiento colectivo y forman sus propios órganos, Soldados Unidos Vencerán (SUV), que encabezan con uniforme múltiples manifestaciones populares. Las clases subalternas presentaban de esta forma, como un movimiento real, su proyecto alternativo de país. Mientras la clase dominante acusaba al movimiento popular de sembrar el caos económico (el Times llegó a decir que el capitalismo había muerto para siempre en Portugal) con titulares irónicos como “Portugal no produce sino portugueses”, desde las calles se respondía con seriedad que “la mayor riqueza de un pueblo es su población”.
No cabe duda de que aquellos fueron días de felicidad popular. El recién fallecido Gabriel García Márquez escribía por aquellos días que en Lisboa “toda la gente habla y nadie duerme. Hay reuniones hasta altas horas de la noche, los escritorios están con las luces encendidas hasta la madrugada. Si alguna cosa va a conseguir esta revolución es aumentar la factura de la luz”.
La revolución sin duda consiguió mucho más que eso (derechos sociales, libertades, fortalecimiento de un sector público que garantizaba un mínimo salario en especie para los trabajadores), pero quizás mucho menos de lo que pretendía. El Partido Socialista encabezó la reconstrucción de la estabilidad capitalista y el Partido Comunista, sin llegar a legitimar el régimen posterior, nunca llegó a apostar claramente por las formas de nuevo poder impulsadas por los sectores populares: en 1975, en su periódico “Avante” calificaba de “ilusiones idealistas” todo aquello “que lleva a algunos sectores a ver en las formas de organización popular los futuros órganos de poder del Estado”. La extrema izquierda y los sectores más radicalizados del movimiento popular hacen una última demostración de fuerza a través de la candidatura de Otelo Saraiva de Carvalho a las elecciones presidenciales de 1976, que logró el 16% de los votos, pero fue incapaz de institucionalizar los embriones de poder popular surgidos desde abajo. La revolución portuguesa consiguió importantes mejoras para las clases populares pero no acabó con el dominio de los banqueros y empresarios. Francisco Louça, en su último libro “Os burgueses” hace un recorrido histórico por las familias más ricas de Portugal: siguen siendo los mismos que antes de la revolución.
No todo son motivos para el pesimismo. El poso simbólico que deja el 25 de abril y la revolución de los claveles es enorme. No hay más que pasear por Lisboa y ver lo profundamente implantado que está en la conciencia nacional aquel acontecimiento. “Posters” conmemorativos en pequeñas tiendas, múltiples reconocimientos institucionales, una continua presencia de Abril en todo el panorama político. Las mujeres, estudiantes, trabajadoras y trabajadores que hoy luchan contra la Troika y la austeridad en Portugal y en Europa tienen en el 25 de abril algo que celebrar, pero no para caer en la nostalgia sino para mirar al futuro.
Integrante del secretariado de
redacción de Viento Sur
Se acerca el cuarenta aniversario del 25 de abril y es un buen momento para destacar algunos puntos de la llamada “(pen) última revolución de Europa”. Ese día un levantamiento militar acababa con la dictadura derechista que había gobernado Portugal durante 48 años, bajo la denominación de “Estado novo”. El gobierno de Marcello Caetano (el cual se exilia en Brasil, donde fallece en 1980 sin ser juzgado), sucesor del sempiterno Salazar, era desalojado del poder al ritmo del ya célebre “Grandola Vila Morena”. Se abre así el periodo conocido como la “revolución de los claveles”.
Puede ser útil colocar a la revolución portuguesa en el contexto político internacional en el cual se desarrolla. En todo el mundo había “un gran desorden bajo el cielo”. La crisis de 1973 golpeaba el proceso de acumulación capitalista. Las revoluciones coloniales culminaban en procesos de independencia, donde se ensayaban otros modelos de construcción política y las relaciones entre países, no sin dramas y con muchos sueños frustrados. En Europa, la onda larga de agitación anti-sistémica que comienza en el 68 se expresa en una puesta en cuestión del modelo de desarrollo imperante que busca nuevas formas de entender y construir la democracia. Todas estas cuestiones influyen decisivamente en Portugal, si bien las desigualdades centro- periferia no solo se expresaban en el desarrollo económico sino también en la posición política de partida. Mientras que en los países del centro europeo se cuestionaba un modelo democrático basado en la integración de amplios sectores de las clases subalternas pero incapaz de satisfacer muchas de las necesidades de los trabajadores, mujeres y jóvenes, en los países del sur (Grecia, Estado Español, Portugal) el hilo de las resistencias está fuertemente condicionado por la lucha contra unas dictaduras que representan los intereses de una casta militar, religiosa y empresarial minoritaria pero que domina toda la estructura del Estado.
Portugal vivió durante las décadas de los sesenta y setenta un proceso de desarrollo económico relativamente potente, similar al español, aunque menos explosivo. Para un sector de la burguesía, era necesario acelerar la conexión económica y política con Europa, un proceso de homologación que vinculara a Portugal al espacio europeo, y que a la par actualizara las formas de gestión del poder político, buscando vías de integración de las clases subalternas que no alteraran la estructura de propiedad, pero que permitieran ciertas libertades y espacios para organizar el disenso. Otro sector sin embargo se aferraba a los mecanismos de dominación del estado corporativo, con una postura inmovilista muy marcada por su dependencia de los mercados coloniales y su temor a ser absorbido por los capitales extranjeros.
Por abajo, una incipiente movilización del mundo del trabajo y del área estudiantil aparece en la vida del país paralelamente al desarrollo económico. Desde finales de los sesenta, un nuevo movimiento obrero se forma a través de la movilización, fundándose la Intersindical, embrión de lo que sería la futura CGTP (IN), principal sindicato de Portugal. En 1973, más de cien mil trabajadores participan en huelgas. Se suceden las ocupaciones de facultades y las luchas de los estudiantes de enseñanza media. El Partido Comunista Portugués es, durante los años de la resistencia a la dictadura, la organización hegemónica a nivel de implantación popular, aunque progresivamente surge una izquierda radical que introduce nuevas temáticas y perspectivas, y que, pese a no alcanzar los niveles del PCP, es capaz de dialogar e implantarse en medios obreros y estudiantiles.
Con todo, no podemos olvidar que toda la vida social en Portugal estaba marcada por un duro conflicto armado que tenía como objetivo mantener las colonias africanas ( Angola, Mozambique, Guinea, Cabo Verde y Santo Tomé y Príncipe), implicando directamente para ello al 10 % de la población activa. Un conflicto sufrido por las clases populares y por los países colonizados, pero que también erosionaba el papel dominante de la casta gobernante, empeñada en resolver el conflicto colonial desde un punto de vista militar, opción que sobrepasaba a un país del tamaño y recursos de Portugal, y sin duda, fuera de época en un contexto donde la descolonización era un proceso irreversible a nivel global.
Este precario equilibrio entre fuerzas sociales antagónicas instaura la sensación de “fin de ciclo” en la sociedad portuguesa. Desde principios de los setenta, la clase dominante ya no podía gobernar como hasta ese momento y a la vez, las clases dominadas no aceptaban seguir gobernadas de la misma forma. La acumulación de contradicciones internas abría paso a una crisis de régimen, que solo necesitaba de un detonante para estallar y abrir el camino para que las masas populares intervinieran activamente en la política nacional.
El 25 de abril de 1974, un sector significativo del ejército portugués lleva a cabo la destitución del gobierno dictatorial de Marcello Caetano. Estos oficiales, organizados en el MFA (Movimiento de las fuerzas armadas) abren así una crisis en los aparatos del estado pero su acción desata toda la energía y ansias de libertad latentes en el pueblo portugués. La situación se vuelve compleja. Se abre el llamado “proceso revolucionario en curso”, donde las clases, tendencias políticas y diferentes concepciones de sociedad batallan por convertir su proyecto particular en un proyecto de país para el conjunto de la sociedad. Esa confusión y esos intereses contrapuestos también atraviesan al MFA, dividido entre sectores continuistas vinculados a Spínola (primer jefe de gobierno tras la caída del régimen) y otros más vinculados a los movimientos populares y a la izquierda que buscaba organizar una transición al socialismo, como el mítico Otelo Saraiva de Carvalho. A pesar de la importancia del MFA, su papel está condicionado por su nexo con las masas revolucionarias, pero también por las presiones que sufría de la burguesía: por dar un dato significativo, solo 400 de los 4000 oficiales que por aquel entonces tenía el ejército portugués pertenecían orgánicamente al MFA. Los militares fueron la vanguardia que inició la revolución portuguesa, pero sin duda respondían a un movimiento de cambio mucho más profundo que subyacía en la sociedad.
Sin duda lo más fascinante que abre el 25 de abril es el proceso de autoorganización popular posterior, magníficamente narrado por Raquel Varela en “Historia do Povo na revoluçao portuguesa” (no disponible todavía en castellano). Aparece el movimiento de “moradores” (vecinos que ocupan viviendas y gestionan la vida en los barrios). Surgen las comisiones de trabajadores (CT) que se organizan de forma autónoma implicando a diferentes sectores productivos, y que se configuran como espacio unitario de los obreros más allá de las diferentes tendencias políticas, realizando experimentos de autogestión contra la propiedad privada. La banca es nacionalizada por los mismos trabajadores y al gobierno no le queda más remedio que sancionar esta acción. Los soldados no son inmunes a este proceso de empoderamiento colectivo y forman sus propios órganos, Soldados Unidos Vencerán (SUV), que encabezan con uniforme múltiples manifestaciones populares. Las clases subalternas presentaban de esta forma, como un movimiento real, su proyecto alternativo de país. Mientras la clase dominante acusaba al movimiento popular de sembrar el caos económico (el Times llegó a decir que el capitalismo había muerto para siempre en Portugal) con titulares irónicos como “Portugal no produce sino portugueses”, desde las calles se respondía con seriedad que “la mayor riqueza de un pueblo es su población”.
No cabe duda de que aquellos fueron días de felicidad popular. El recién fallecido Gabriel García Márquez escribía por aquellos días que en Lisboa “toda la gente habla y nadie duerme. Hay reuniones hasta altas horas de la noche, los escritorios están con las luces encendidas hasta la madrugada. Si alguna cosa va a conseguir esta revolución es aumentar la factura de la luz”.
La revolución sin duda consiguió mucho más que eso (derechos sociales, libertades, fortalecimiento de un sector público que garantizaba un mínimo salario en especie para los trabajadores), pero quizás mucho menos de lo que pretendía. El Partido Socialista encabezó la reconstrucción de la estabilidad capitalista y el Partido Comunista, sin llegar a legitimar el régimen posterior, nunca llegó a apostar claramente por las formas de nuevo poder impulsadas por los sectores populares: en 1975, en su periódico “Avante” calificaba de “ilusiones idealistas” todo aquello “que lleva a algunos sectores a ver en las formas de organización popular los futuros órganos de poder del Estado”. La extrema izquierda y los sectores más radicalizados del movimiento popular hacen una última demostración de fuerza a través de la candidatura de Otelo Saraiva de Carvalho a las elecciones presidenciales de 1976, que logró el 16% de los votos, pero fue incapaz de institucionalizar los embriones de poder popular surgidos desde abajo. La revolución portuguesa consiguió importantes mejoras para las clases populares pero no acabó con el dominio de los banqueros y empresarios. Francisco Louça, en su último libro “Os burgueses” hace un recorrido histórico por las familias más ricas de Portugal: siguen siendo los mismos que antes de la revolución.
No todo son motivos para el pesimismo. El poso simbólico que deja el 25 de abril y la revolución de los claveles es enorme. No hay más que pasear por Lisboa y ver lo profundamente implantado que está en la conciencia nacional aquel acontecimiento. “Posters” conmemorativos en pequeñas tiendas, múltiples reconocimientos institucionales, una continua presencia de Abril en todo el panorama político. Las mujeres, estudiantes, trabajadoras y trabajadores que hoy luchan contra la Troika y la austeridad en Portugal y en Europa tienen en el 25 de abril algo que celebrar, pero no para caer en la nostalgia sino para mirar al futuro.
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